No desayunó como siempre, tomó unos mates amargos y leyó un libro de Locke sobre óptica. Después de almorzar, estuvo tocando la guitarra un rato, se le daba por componer algunas canciones, a veces sin letra, otras con letra, tomó un café con leche y empezó a caminar de una punta a otra en la casa chorizo de su abuela esperando la hora de cumplir con su deber diario. Antes abrió la ventana de la puerta para estar seguro de que la chica no estaba en la entrada del garaje de enfrente. Eso evitaba el momento embarazoso donde tenía que apartar la mirada para retroceder. El portón estaba despejado así que decidió cruzar su garaje, abrir la puerta y salir a la calle. En ese momento vio que la chica venía caminando por el medio de la calle. Era una cuadra tranquila donde no pasaba ningún coche y si lo hacía no superaba la velocidad de la vendedora de golosinas. Los coches iban muy lentos en esa época. Se debía a que la gente estaba enfrascada en algún dispositivo. Mirando alguna película, leyendo mensajes en los teléfonos o mirando algún tutorial en YouTube. La velocidad, en general, había dejado de ser un medio de la humanidad para llegar a algún fin.
En fin, para lo que vengo contando es mejor que diga que Gastón y la cuidadora de las Y cruzaron miradas, pero esta vez el que retrocedió no fue Gastón, fue la chica. No estaba claro cuándo era el día de uno o del otro así que desde ese día en adelante, la intención de proseguir era lo que definiría el día laboral. Esa vez la chica reculó y Gastón siguió, sin tener muy en claro por qué, hasta su puesto laboral.
Sentado en el zafu sin activar todavía a los X pensó, no sin amargura, que hubiera sido mejor que realizaran el trabajo en conjunto con la chica. Ella con sus Y y él con sus X. Pero si es así estarían rompiendo la regla escrita en el amarillento manual de instrucciones. Y, por si había algún supervisor de Riviera dando vueltas o mirando por las microcámaras, era mejor cumplir con lo que decía el prospecto y olvidarse de esas ilusiones. Se sentó en el zafu, irguió la espalda, apoyó las manos en las rodillas y probó si esa antigua teoría sobre la conexión mental con los androides funcionaba o no. Exhaló cuando vio que los androides seguían en reposo. ¿Cómo había pensado que algo así podía funcionar? Evidentemente, la rutina estaba afectando su capacidad de razonar adecuadamente. Chasqueó los dedos. Los X se encendieron. Encontró una anomalía en el funcionamiento de sus réplicas. Dijeron:
Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.
A esta altura Gastón daba por sentado que los X decían siempre lo mismo. Debo decir que sobrevaloraba a su memoria. Pero la verdad es que decían lo mismo. Y a él le parecía que decían lo mismo. No veía alteraciones en el discurso porque hasta el momento no había sido modificado sustancialmente. Esta vez encontró una alteración pero no en el discurso, sino en que estaban un poco fuera de sincronía los dos. Algo muy molesto. Impedía que Gastón pudiera realizar su trabajo, la cacofonía que salió de esas bocas sintéticas no le dejó discernir si había algún cambio, pero lo importante para él fue que parecía que no había ninguno. Y que encima de eso, los androides mostraban un desperfecto en su funcionamiento básico. Se preguntó si habría sido porque habían roto alguna regla y ese era el día de la cuidadora de las Y. Se animó un poco pensando que el desperfecto intuido podría ser un avance. Pero eso mismo lo llevó en unos minutos a comenzar a hablarles a los androides. Los humanos sienten tedio fácilmente y Gastón no era una excepción. Lo que había pensado decirle los días anteriores salió ese día.
¿Cómo puede ser que repitan siempre lo mismo?, dijo. Luego se sintió un poco fuera de lugar, se tranquilizó, negó con la cabeza por hablarles a los X, miró el suelo de chapa del contenedor, que tenía algunas manchas de óxido, se levantó y volvió a su casa.
Pensó que al salir rápido quizás se cruzaría con la cuidadora de las Y. Pero recibió los ladridos amenazadores de los perros, la mirada reconcentrada de la niña de los vecinos, la cordialidad mecánica del vecino traumatizado y antes de cerrar la puerta de su casa escuchó la melodía que salía del altavoz de la vendedora de golosinas de algodón de maíz.
Entró a su casa, caminó hasta el fondo y se quedó mirando las nubes rosadas del atardecer. Pensó en si habían copiado exactamente la anatomía cerebral de él, si los androides tenían la misma densidad de chips de silicio que conexiones neuronales su cerebro, y si era así pensó que él debía ser como ellos y no poder modificar ninguna historia, lo que lo entristeció un poco. Era de noche y mientras se preparaba, luego de cenar, el licuado diario, se dijo que debía haber algún desperfecto. Riviera no explicaba el funcionamiento de las unidades que había creado. Era natural que despertaran tantas dudas en Gastón por las expectativas de sus lecturas científicas sobre la inteligencia artificial. Enseguida volvió a pensar en dónde viviría la cuidadora de las Y, por qué habían elegido a esa chica con pecas en vez de alguna persona conocida por él, cuál era el motivo de la elección si es que había alguno y se olvidó de los X y de las Y hasta el otro día.
Por la mañana varió y aceleró sus rutinas. A las doce ya había improvisado algunas melodías en la guitarra, había almorzado, tomado su café con leche luego de la comida, caminado de una punta a otra de su casa, preguntándose cómo arreglar la cortadora de césped, si debía cambiarla por alguna nueva o no, algo que estaba evitando por el miedo de caer en una nueva estafa en Ebay, y estaba ya mirando el pedazo de calle que le dejaba ver la ventanita de la puerta, con su perra al lado alerta para salir ni bien la abriera. Suspiró con una mezcla de resignación y alivio cuando vio que estaba desierto. Significaba que su lugar en el contenedor estaba disponible y aunque sea iba a poder cambiar un poco de lugar por un tiempo. Antes de entrar se quitó los anteojos y dejó que los rayos de sol abrasadores de ese día le dieran de lleno en sus párpados cerrados. Sabía que la vitamina D era necesaria para mantener su equilibrio anímico. Empujó el portón, entró y se dirigió al contenedor. Al entrar notó que algo había cambiado. Uno de los X estaba con los hombros desmoronados y los brazos colgando a los costados de la silla. Se sentó en el zafu y lo observó. La semi sonrisa no había cambiado pero la postura del androide le hizo pensar en cómo eran cargados. Chasqueó los dedos, escuchó que el X que seguía erguido reaccionaba y lanzaba el discurso de los días anteriores. Lo dejó terminar mientras pensaba cómo iba a hacer para que el androide recuperara la energía perdida. Revisó el manual y no había ninguna instrucción. Salió del contenedor y rebuscó por el suelo del garaje por si había algún enchufe en las paredes o plataforma de carga. Miró las paredes por si habían dejado alguna lámina con las instrucciones necesarias para tal tarea. Pero las paredes no escondían más que algunas manchas de humedad. Volvió a subir al contenedor. Repaso a las Y con la mirada. La postura no había cambiado, seguían erguidas con las palmas de las manos apoyadas suavemente sobre sus rodillas. Posó la mirada en el X con los hombros vencidos y eso hizo que él, al verse reflejado en ese androide que parecía abatido, mejorara su postura . Se dijo que debía encontrar la manera de recargar al modelo. Rodeó la silla y observó si había alguna ranura de carga a la altura del cuello, alguna marca en la piel que sugiriera que la réplica debía ser enchufada para el abastecimiento de energía. La respuesta fue negativa así que enfrentó al X, se inclinó e intentó levantarle la mano tomándolo del dedo medio de la mano derecha. Pudo levantar el dedo pero el brazo no se movió. Dejó caer el dedo otra vez. Se acuclilló delante del X y volvió a levantarle el dedo medio esta vez empujándolo con su dedo índice. No encontró ninguna célula de recarga debajo del dedo, que era lo esperable, según la bibliografía sobre androides leída en la red. Apoyó las rodillas en el suelo del contenedor, se dejó caer de manera lateral hacia la derecha y con ese ángulo nuevo de visión probó con el dedo meñique del pie derecho del X. En la yema del dedo estaba la célula de recarga, un recuadro iridiscente con circuitos expuestos. Mientras pensaba en qué plataforma de carga encastrar el dedo para recargar al X, le pareció ver que una de las Y giraba la cabeza por un segundo y lo miraba. Se arrodilló rápidamente y la observó.
Las dos Y seguían en la misma posición. Debía ser que él se había mareado al bajar hasta el suelo del cubículo, me consta que pensó Gastón. Salió del contenedor, cruzó la calle, desierta bajo el sol de esa tarde de verano, y rebuscó en uno de los dormitorios de su casa el módulo para recargar su antiguo reloj pulsera. Lo guardó en el bolsillo, volvió a cruzar, mirando para los dos lados de la calle por si veía a la chica (podría pensar que recién estaba entrando), abrió el portón y se apuró para estar cuanto antes frente al X descargado. En el piso encastró el dedo meñique del X en el módulo de carga y enchufó el módulo en uno de los cargadores de las paredes del contenedor, que a su vez estaban conectados a paneles solares ubicados encima del techo de chapa del garaje. Paseó la mirada por las Y y el otro X hasta dejarla reposar, con ansiedad, en el X que había dejado en carga. Mientras, sacó su teléfono del bolsillo y se puso a revisar si había alguna novedad sobre la entrega de su máquina eutanásica y, como no había ninguna, luego buscó cortadoras de césped. Había una con chasis de color naranja que parecía una motocicleta cuyas prestaciones parecían las ideales para los yuyos duros del fondo de su casa. Las unidades estaban en un depósito no muy lejos de su casa. De alegría, sin pensar en el acto que realizaba, chasqueó los dedos. Una voz cavernosa dijo Resul… muy lentamente.
Miró al X que dejó en carga. La mandíbula inferior estaba caída y trataba de mover la boca como si fuera una vaca pastando. Completó la palabra Resulta y se desmoronó. El otro X funcionaba a la perfección y contó el cuento entero. El que él había intentado cargar tenía la espalda vencida y la cabeza entre las rodillas. Ofuscado, Gastón se dio cuenta de que no tenía idea cómo cargar a la réplica y que tampoco debería tenerla porque no había especificación alguna en el manual de Riviera. Retrocedió en el contenedor, apoyó su espalda contra la pared y agregó al carro de compra de la aplicación la cortadora de césped. Luego pensó que sería bueno ponerles algo de música a los X. Y hasta era posible que la escucharan las Y en el modo reposo. Desplegó en su teléfono la ventana de Bluetooth, como si en vez del cubículo estuviera en su casa y se dispusiera a conectar el teléfono con los altavoces Panasonic que usaba hacía treinta años. En la lista de dispositivos disponibles para ser vinculados aparecían varios que reconoció, el suyo y otros que el relacionaba con pertenecientes a artefactos de los vecinos, pero entre esos había cuatro nuevos dispositivos vinculables. Los X-700a y X700b y los Y-700a y Y-700b. Pulsó con el dedo índice el de X-700a. El teléfono advirtió que estaba intentando vincular el dispositivo. Mientras seguía pendiente del teléfono Gastón escuchó la campanilla de enlace exitoso de dispositivos que provenía de la boca semiabierta del X desmoronado. Gastón levantó la cabeza. Vio que los iris de los ojos del X se expandían. La cabeza se sacudía. El X levantó de golpe el cuerpo, se compuso y recuperó la postura original. Gastón miró su celular para comprobar si la vinculación había sido realmente exitosa y si eso era lo que había provocado el cambio. Pero el teléfono se había descargado y en la pantalla estaba el gráfico de batería agotada.
Chasqueó los dedos. Los X respondieron al instante:
Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.
El que bajó la cabeza ahora fue Gastón. Estaba cansado de escuchar la misma historia. Se preguntaba si lo mismo le pasaría a la original de los Y. Además con el celular descargado era imposible ponerles música. Recuperó el módulo de recarga de su reloj pulsera. Volvió a su casa, dispuesto a encarar otra jornada de ejercicios pero se sintió súbitamente muy cansado. Decidió dormir media hora antes de retomar con su rutina muscular. En el ex dormitorio de su abuela, cada vez que iba a dormirse, sentía que se caía por un precipicio y luego se ahogaba. Era espantoso. No había ninguna pesadilla que acompañara a los ahogos así que era todavía más desagradable. Las otras, pocas veces, que había dormido la siesta, nunca le había ocurrido lo del ahogo. Miró al teléfono ahora conectado al cargador rápido a su lado y no parecía haber avanzado mucho en su carga. Decidió que era mejor levantarse y cumplir con su rutina de dominadas en el caño del pasillo (uno que había puesto su abuelo para colgar una hamaca). Realizó dieciocho dominadas y cuando estaba contando la número diecinueve con el cuello por encima de la barra y con la mirada clavada en el cielo más allá del techo del garaje de la casa, vio que una sombra metálica negra cruzaba el cielo. Se desprendió del caño, aterrizó en el suelo, caminó hasta la escalera de la terraza y subió corriendo los escalones. En el borde de la azotea vio que había por lo menos cinco drones sobrevolando el cielo del barrio.
Los drones habían sido prohibidos hacía años. Por los problemas que hubo con su funcionamiento tuvieron que ser desechados y solamente se podía «levantar» uno con un permiso especial (que nunca era otorgado). Dedujo que debía ser el hijo de algún vecino de la cuadra que se le había dado por jugar con los drones ilegales del padre. Se los quedó mirando porque hacía rato que no veía a ninguno. Esos modelos parecían telarañas de cables negros que portaban en el centro un huevo pardo. Giraban, alborotados, dirigiéndose para una esquina de la cuadra y luego la otra, asustando a las cotorras que no sabían para dónde dirigirse. Luego se escuchó un grito agudo. Los drones se detuvieron en seco y cayeron en picada. Gastón, un poco animado por el incomprensible show, volvió sobre sus pasos y siguió con su rutina de ejercicios. Al terminar, fue al dormitorio para desvestirse y reparó en el teléfono. La carga no había llegado aún ni al cincuenta por ciento.
Esa noche, antes de acostarse salió a respirar un poco de aire fresco. Vio a uno de sus vecinos, un hombre muy alto y encorvado, que estaba metiendo los drones que habían caído en su cuadra en bolsas de residuos. Cerca, un niño, nervioso, daba vueltas, y movía las piernas como si pateara piedras.
por Adrián Gastón Fares.