Yo que nunca fui, soy. Quinta parte.

En el ocaso de un siglo que presagió guerras y epidemias descubrimos el cinematógrafo. Fuimos al cinematógrafo y nos hicieron olvidar nuestra identidad. Cuando fuimos a nuestra identidad nos hicieron olvidar el naciente cinematógrafo. Habían pianos que tocaban solos. Mancos sentados en taburetes con la espalda recta. Había mujeres que cantaban en silencio. Vimos los títulos finales. Vimos todos los fundidos a negro. Nuestra película terminó y estamos buscando al encargado para que la encienda fuego.

No queremos que la vuelvan a usar, no queremos que la vuelvan a exhibir. No queremos que se sigan burlando de nosotras.

Ya tuvimos que aprender a poner marcha atrás a toda velocidad. Siembre nos salvó poner marcha atrás a toda velocidad. Es inesperado para ellos cuando usamos nuestra vertiginosa memoria eidética. Podemos volvernos semidioses usando la memoria. Podemos trastocar los mejores planes. Y si no, quemamos nuestras naves. Es otro recurso que usamos seguido para sobrevivir en el mundo desalado o cuando prevemos que nos están por arrojar a una de Las Simas. Muchos de nosotros arañaron las paredes ardientes de alguna Sima y supieron la verdad.

Porque si los tocamos sabemos la verdad. Un apretón de manos puede terminar con un siglo de secretos urdidos. Es uno de nuestros dones.

Arrastramos las imágenes de lo cierto hasta dar con lo cierto. Si nos concentramos y nos apabullamos y caminamos mucho y damos vuelta, volteando papeles y libros, como buscando algo que sabemos que está pero no dónde, eso significa revelación cercana. Frío, tibio, caliente.

Estamos acostumbrados a lo caliente. A lo caliente que se congela. A lo frío que se enciende. A la verdad que espera en desvanes. Otro de nuestros dones.

Nosotras tenemos visión periférica. Captamos todas las miradas. Discernimos los pedidos de ayuda, los brazos cruzados arriba de las cabezas, las mejillas sonrosadas. Interceptamos a los ojos que se desencuentran rápido. Los ojos que se van porque no les conviene. Las miradas que vienen porque no se van. Estamos acostumbrados a ver en la oscuridad. Repicamos nuestras lenguas contra los paladares para ubicarnos en la oscuridad.

Nuestros retratos nunca recibieron luz. Nuestros retratos están colgados en cuartos cerrados con olor a lona de pileta desarmada. Cuartos a los que entran una vez al año. Nuestros retratos están ocultos en cajones de armarios. En cajones trabados.

Nuestros retratos nunca fueron tomados, nunca fueron dibujados, nunca fueron firmados por artista alguno. No llevan nuestros verdaderos nombres.

Porque dudamos de nuestros nombres, dudamos de nuestros segundos nombres, dudamos de nuestros apellidos. Existen familias como las nuestras en muchos lugares. Los ayuntamientos siguen el mismo patrón. Nos llamamos oscuros en todos los idiomas. Caballeros en todos los idiomas. Guerreros en todos los idiomas.

El pueblo, chico. Las caras que se repiten en todos los ayuntamientos. Los caminos que se repiten en todos los ayuntamientos. Los amigos se repiten en todos los pueblos. Nuestros esposos se repitieron en todos los lugares. Nuestras mujeres…

Nos interceptaban en todos los lugares. Bajábamos escaleras y nos interceptaban. Íbamos al baño y nos interceptaban. Nunca tuvimos miedo, nunca pensamos que no eran casualidades. Tuvimos que aprender a olvidar la casualidad.

Nos gustaba ir solas al cine. Nos gustaba salir solas del cine. Nos gustaba salir solas del cine y que lloviera. A veces nos interceptaban afuera del cine. A veces en las puertas de las iglesias cuando un casamiento. A veces nos enganchaban de manera tan rara que no lo podíamos creer. Nos perseguían en los túneles bajo tierra. Algunos de nuestros familiares tenían radios que interceptaban una estación que sólo ellos podían escuchar. Los engañaban así. Nos engañaban así. Cantaban canciones que nunca hubieran escrito.

Ahora la sombra de sus drones se dibuja en nuestros cuerpos desnudos cuando apacentamos cerca de los árboles frutales. Es difícil escapar. Más difícil que antes. Tanto que a veces ni queremos escapar. Es una contradicción que la mentira pueda pasar por belleza. No nos gustan las contradicciones.

No podemos soltarnos a recordar el pasado. Son muchos detalles, muchas historias, no podríamos seguir adelante con nuestra tarea. Pero basta pestañear para que el pasado escale a nuestro cuello y se cuelgue de nuestras pestañas largas como cerrando la persiana metálica de una tienda de antigüedades.

En nuestros cumpleaños, de niñas, nos regalaban cajas con un moño rosado. Tirábamos de las vueltas y el interior nos revelaba la sorpresa: nuestras propias manos con uñas largas. La velita de nuestros pasteles, de nuestras tortas, era un dedo de piel arrugada y uñas largas y pintadas de color rojo. Eran dedos fríos que soplábamos hasta que se encendían. Hasta que eyectaban de las yemas hilos finos de sangre que dibujaban nombres en el cielo raso grisáceo y en el cemento sudado.

Nos lloraban encima.

De chico, cuando las navidades eran paganas y todavía no existían los pobres angelitos, una estrella nos explotó en la cara. Descansamos del accidente en el dormitorio donde escribimos esto. Nos llenamos de luces en la cama donde escribimos esto. En el cuarto de las Abuelas Viejas de pelo largo y blanco.

Ellas nos enseñaron el tesoro. Ellas jugaban con las monedas. Era un juego simple y justo, no como Los Juegos Grandes en los que ya estábamos anotados cuando las Abuelas Viejas jugaban con nosotras con las monedas, con nosotros y las monedas.

Somos las Abuelas Viejas.

Y morimos en primavera en los dormitorios donde dictamos esto.

Somos un personaje de un cortometraje que moría en los dormitorios donde escribimos esto. Somos un personaje que escribía en una máquina de escribir en este dormitorio. Somos el fantasma de un niño actor de un cortometraje que ya nos andaba corriendo con un chipote chillón para que despertáramos de la ficción que nos escribieron, del plan de 1921, del plan de 1974, del plan de 1851, del plan de 1112 y así podemos seguir para atrás.

Dormimos con las luciérnagas. Compartimos la cama con estrellas fugaces.

¿Qué luz nos perdimos que los demás vieron? ¿Por qué nos dejaban siempre esperando en la puerta de la calle? O rondando ascensores con iniciales envueltas en corazones.

De chicas un ascensor nos llevó a un piso inexistente en un edificio insostenible. Había maniquíes, muebles cubiertos con trapos, y partículas de polvo que caían de abajo para arriba, subían hacia el cielo raso. Entre las formas ovaladas de los muebles ocultos yacía el ala trasparente y nervuda de una libélula gigante. Entonces el ascensor descendió y ya no fuimos las mismas.

De chicos nos llevaron a la iglesia y ante el altar dijeron que el pez dorado en la bolsa de plástico estaba diabólico.

De chico éramos viejas problemáticas.

Éramos viejas chicas problemáticas insomnes que juntábamos alas de cucarachas de la alacena de los lavaderos.

Nos hicieron soñar.

Aprendimos a hacer soñar a los que nos hacían soñar. Aprendimos a hacer soñar en general para los buenos fines. Ya no se sabe quién sueña y quién hace soñar.

Estamos en el medio de una guerra de sueños.

Tuvimos que aprender a retener nuestra simiente en los sueños que nos tomaban de las manos y nos descendían por una escalera caracol para quitárnosla en un sótano. Tuvimos que aprender a sacárnoslos de encima antes que nos ahoguen en el horario de la siesta. Aunque rara vez dormimos la siesta.

Nuestras hilanderas en Iquitos producen redes para atrapar a los cultivadores de perlas. Pero sabemos que no tiene sentido atraparlos porque son perversos y les gusta ser atrapados, ven como un mérito la persecución. Somos sus gladiadoras. Somos sus gladiadores para divertirlos en potreros sin lectores.

Acariciamos nuestros pies en agradecimiento al camino recorrido, anduvieron mucho y el suelo siempre pedregoso y la arena caliente. Recordamos cuando teníamos alas y agradecemos el haber tenido alas.

Cuando teníamos alas guarecimos a San Atanasio de una hueste de humanos disfrazados de demonios. El santo barbudo debajo de nuestra espina dorsal encorvada y nuestras alas cerradas como formando una crisálida a su alrededor. Mariposas, no, decimos, aunque nos coleccionaban así también pinchados a lo Gran Gatsby en nuestras islas desesperadas.

Vampiros, no, decimos. Aunque nos enterraban al ras de la tierra y esperaban a que nos pudriéramos y entonces no y pensaban que éramos no muertos. Nos enterraban en urnas de cristal y veían que no nos pudríamos y nos reverenciaban. Coleccionaban nuestras reliquias. Nuestros huesos líquidos, nuestros corazones secos, nuestras manos de dedos largos, cuándo no.

Conocimos vampiros como la chica que nos mostró el colgante con el retrato oval de una pálida antepasada de su especie en noches que amanecieron frías.

Con el tiempo olvidamos los apellidos que nos llevaron a los lugares. El espacio es el tiempo aprendimos a rezar, las personas son el tiempo, aprendimos a rezar. Los lugares son el tiempo. Las personas vienen y crean el tiempo, las personas se van y crean otro tiempo. No hay manera de escapar de estos tiempos, salvo cuando repetimos nuestras obstinadas rutinas y juntamos las palmas de las manos e inclinamos el cuello hacia delante. Y así tampoco escapamos.

No existe el tiempo. Lo inventaron para atraparnos a nosotros.

Las estrellas que vemos están muertas. Las muertas que vemos son estrellas. La distancia entre las estrellas es la velocidad de la oscuridad. Conocemos la velocidad de la oscuridad porque fuimos traicionados entre árboles, fuimos traicionados entre telescopios. No vemos con los ojos, no escuchamos con los oídos.

Les tememos a los mamíferos marinos porque en el principio éramos peces. Los mamíferos marinos nos engullían, nos tragaban en cardúmenes. Escribimos un cuento de un mamífero marino, blanco y gigante, un empecinamiento de nuestra alegoría.

Los mamíferos marinos fueron los primeros guardas que rondaron nuestras ciudades sumergidas, cuando boqueábamos nuestros amores y apacentábamos caracolas.

En las profundidades de los mares hay montañas formadas con las escamas que perdimos.

Astillamos las olas. Pegamos el salto.

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