Iba al fondo, removía la tierra y siempre encontraba frascos de distintos tamaños. Seguía con su trabajo, trasplantaba, regaba y luego se preguntaba qué significarían esos frascos de color ámbar. ¿Habían pertenecido a su abuelo? ¿Eran del hospital en que su antepasado se encargaba del mantenimiento?
Los encontraba en las macetas cuando iba a regar. Sobresalían de la tierra negra. Empezó a extraerlos y juntarlos. Los dejaba en el cuarto de trabajo.
En la mañana los frasquitos brillaban al sol. Un día se acercó y acarició a uno de los frascos para quitarle el polvo.
Al quitar la mirada del ámbar, le llamó la atención que los colores cálidos y cortos, cercanos, del cuarto de trabajo se habían convertido en fríos y largos, lejanos. Estaba en el pasillo de un hospital, tenía varias tareas que cumplir, entre los que ingresaban a la guardia por otro motivo y los covid, el trabajo era continuo. Él también iba a tener que acostumbrarse a llamarlos así porque sus compañeros los llamaban así. Los covid.
Le pareció que no quería estar en ese lugar. ¿Cómo podía hacer para volver a su fondo, a su casa? Había plantas que esperaban que las rociara con agua, flores que estaban por estallar, necesitaba estar en su puesto, en su lugar de cuidador de árboles, cegador de césped, arrancador de matas, en su lugar de jardinero suburbano.
¿Pero cómo iba a hacer? Estaba atrapado en ese pasillo blanco con múltiples habitaciones. Entró en una. Encontró tendido en la cama a un joven de piel oscura y pelo largo negro que murmuraba letanías en un idioma que no podía entender, una lengua aborigen, sin dudas. En la otra cama había un paciente con un aire a Bill Murray. ¡No! Era parecido a Thomas Bernhard, nada que ver con Bill Murray o sí, eran un poco parecidos pero, no: era Thomas Bernhard, no era Bill Murray.
¿Qué hacía Thomas Bernhard sufriendo en un hospital de esa zona del sur de Buenos Aires? Era imposible. Ya había muerto hacía muchos años y había pasado por otro hospital, según le constaba a él, por otras pestes. Había sobrevivido a esas pestes Thomas Bernard en Austria había leído en algún tomo de la autobiografía.
Thomas Bernhard, ¿un covid? ¡No podía ser! No lo iba a permitir. No se quedaría ni un minuto más en un hospital donde hacían pasar a pacientes ilustres de otras épocas como de esta.
Salió al pasillo, las luces blancas y frías que lo alumbraban lastimaban sus ojos. Le llamó la atención una enfermera, morocha, linda, que andaba dando órdenes de un lado para el otro. Se acercó y le habló, pero fue como hablarle al viento. No hubo respuesta. Decidió hacerse cargo él de la orden que le había dado a otra enfermera; tenía que ir a la morgue a despachar unos residuos tóxicos.
La enfermera que recibió la orden lo aventajaba así que corrió hasta alcanzarla, la sobrepasó y bajó por las escaleras. Ahí se dio cuenta de que él no sabía dónde quedaba la morgue. Así que no le quedó otra que esperar que la enfermera lo alcanzara. No había carteles. Descendieron dos pisos por esa escalera en espiral hasta una puerta blanca que sólo tenía un letrero rojo con la letra M.
La enfermera abrió la puerta y él logró meterse, corrió hasta la bolsa negra antes que ella, la tomó, y con cuidado buscó la puerta de salida del hospital.
Estaba en un garaje ante unos contenedores. Abrió la pesada tapa. El hedor era más insoportable porque estaba mezclado con un antiséptico. La bolsa se rajó y cayeron pedazos de gasas ensangrentadas, jeringas y bultos envueltos en oscuros paños. Vio que entre esos desechos había un pequeño frasco, de color ámbar, igual a los que había encontrado en el fondo de su casa. Lo tocó.
Caminó hasta la puerta del garaje, lo abrió y, para su sorpresa, salió al fondo de su casa suburbana. Había una pala cerca y los hoyos que había hecho él reclamaban su atención. Tomó la pala, se acercó y comenzó a cavar. Enseguida vio como brillaban nuevos frascos, cerca de la medianera de los vecinos.
Sabía que esos frascos lo harían viajar sin credencial, viajar gratis, adonde él quisiera y ahora sabía cómo volver; tenía que encontrarlos en el lugar donde fuera que lo llevaban al tocarlos. Por otro lado, pensó en armar una estatua con los frascos.
Ese día construyó en medio de su jardín a una figura que surgía de la tierra como si fuera un ángel amenazador. Ámbar, brillante, la diosa de cabellera de cristal y de ojos de tapita de frasco, que él estaba construyendo necesitaba una sola reverencia para responder a sus pedidos. De ahora en más no sólo podría viajar donde quisiera, también tenía a quien adorar, en quien depositar toda la compasión y el amor que él llevaba dentro.
Hincado ante la diosa que él mismo había construido, en el fondo de ese suburbio de Buenos Aires donde muchos creían en cosas raras, se sintió parte del lugar, obtuvo una conexión que nunca esperó encontrar en esta vida y que era parecida a la que tenía con los objetos cuando era niño.
Ahora era más libre, ahora podría viajar cuando quisiera adonde se le antojara, tan solo tenía que manipular los frascos con cuidado; en vez de dejarse llevar, dirigir su viaje de una manera que lo condujera adonde él quisiera.
Lo verían y reconocerían en otros lugares donde nunca había estado. Su doble completaría todas las tareas que él había comenzado. Estaría en dos lugares a la vez y podría elegir dónde quería estar consciente. Sería dos que luchaban, danzando en un efluvio de acuoso espacio, por convergir en uno, como en el momento en que fue concebido.
Servil a la tradición y sin saberlo, se había convertido en el maestro de los reflejos ocultos. Nunca más sería él. Refractario, tornasolado, ámbar, de pilosidades doradas bajo el sol, sería los y yo también, el yo lo entiendo, el puedes lograrlo, el claro, todo es pasajero, el cállate y descubrirás un mundo.
En el fondo, tomó la mano de vidrio de la diosa. Los frascos lo lastimaron y la sangre manó de su herida. Las gotas oscurecieron la tierra. Resonó un trueno y comenzó a llover. Vio que estos subtítulos se escribían en la pared de ladrillos que tenía enfrente, en letra blanca:
La tradición de maestro de los reflejos ocultos comenzó y terminó en tres segundos en el siglo IV A. C. cuando una mujer con un nombre que no empieza con la letra M, y sí con todas las demás, un hombre, cuyo verdadero nombre no comienza con la O, pero sí con cualquiera de las otras, y una cabra, llamada Odisea, se prosternaron ante un río, a la sombra de tres distantes conos, en tres lugares alejados del mundo, en el mismo instante, y lograron adiestrar a las aguas internas y externas.
Luego se esfumaron los subtítulos. Se separó de la diosa, y se arrodilló a sus pies.
Pronto estuvo otra vez en el hospital. Había recordado en su pedido a la diosa, que había dejado al paciente Thomas Bernhard con el aborigen. Tenía que sacarlo de ahí. Y para quedar bien, también debía salvar al aborigen. Pero primero a Bernhard.
Tomó la camilla de Thomas Bernhard que lo insultó en un idioma que no entendía, debía ser alemán, claro, porque no podía ser otra cosa que alemán lo que hablaba Thomas Bernhard, lo desconectó de los tubos, y lo arrastró hasta el pasillo, donde siguió empujándolo hasta el ascensor. En ese momento las hojas del ascensor se abrieron y apareció la enfermera morocha. ¿Una camilla que anda sola?, habrá pensado y comenzó a empujarla. Él, invisible la empujaba del otro lado. Fue una lucha.
La enfermera salió del ascensor y rodeó la camilla para continuar empujando desde el lugar que él ocupaba. Ahí aprovechó para meter la camilla en el ascensor y tocar todos los botones. La puerta se cerró y se abrió ante la mirada de la asombrada enfermera. Thomas Bernhard, que para la enfermera se había metido con camilla y todo, solo, en el ascensor, seguía maldiciendo en su idioma. Finalmente, la puerta se cerró. No supo qué decir ante un escritor de ese calibre, él era pintor y había escrito cuentos de terror, algunos ambientados en Buenos Aires, pensó explicarle a Bernhard, pero le daba vergüenza, así que esperó en silencio a que el ascensor descendiera hasta la plata baja.
Ni bien las puertas se abrieron, salió disparado hacia la salida, mientras una fila de personas observaba como una camilla rodaba sola con un paciente extranjero. El cristal de la puerta de entrada del hospital se hizo añicos. Ya en la calle, empujó la camilla para que cayera en picada por las escaleras del hospital.
Vio como Thomas Bernhard maldecía las calles de Buenos Aires mientras se alejaba en la camilla, con los pelos canosos al viento, que esta vez sí avanzaba sola, por el impulso que él le había dado. Lo había logrado. Subió los escalones del hospital, se detuvo para festejar como en la famosa escena de Rocky, sudado, con las manos en alto. Recordó que debía volver por el aborigen. ¿Qué clase de maestro de los reflejos ocultos sería si no?
Lo hizo. El aborigen ya no estaba en la habitación. ¿Y ahora?
Había unos frasquitos de color ámbar en la mesa de luz de la habitación del hospital. Se acercó, tomó uno, murmuró su deseo, entre las ululantes sirenas que se metían por la ventana abierta, y lo acarició.
Despertó en una selva. Vagó entre matorrales, apartando lianas. Llegó a un claro donde un grupo de aborígenes cercaban un fuego. Sentados, escuchaban la copiosa historia que manaba de la boca del que él había ido a rescatar del hospital. No podía comprender lo que decía. Miró los árboles y vio que las ramas arremetían unas contra otras y las hojas se doblaban para formar letras en español. Las contempló. Miró a los oyentes del mago aborigen y pudo discernir quién era inocente, quién culpable, quién tenía un corazón puro y quién tenía uno espurio. Bajó la mirada de la copa de los árboles y ya había aprendido el idioma en que el aborigen contaba su cuento.
Siguió escuchando mientras en Buenos Aires, en su casa, en el suburbio, bien lejos de la comunidad Yanomami del amazonas del aborigen, pasaba un trapo por el piso, luego regaba las plantas, luego ascendía a la terraza, donde respiró hondo, hinchando su pecho, y exhaló tan fuerte que las ramas de los árboles temblaron, haciendo que los frutos cayeran al piso, y las semillas quedaran dispuestas a retomar el círculo de la vida.
por Adrián Gastón Fares.