El hombre de anteojos oscuros dudaba. Tenía un pie en el bordillo del cordón y el otro en el pavimento de la calle. El cuerpo inclinado hacia adelante.
—Interceptar por la radio posible ayuda —escuchó por la radio Mirta y miró hacia la cafetería.
Waldo miró desde la cafetería y envió otro mensaje. Vio que el chico que se acercaba al hombre de anteojos oscuros se había detenido para atender una llamada.
—Interceptar posible ayuda 2 —dijo por la radio para que recibiera el mensaje Mirta.
Mirta giró y miró a la adolescente que caminaba con velocidad hacia el hombre. Se interpuso y le mostró su placa.
—¿Salud? —dijo la chica y se detuvo en seco.
—Ni un paso más.
—Lo crucé muchas veces, no puede ser, no lo puedo creer.
—Quieta.
—Ayudante 3 a un metro —dijo Waldo y la radio.
Mirta se volteó. Waldo salió del bar y se apostó en la acera de enfrente a la que estaba el hombre de anteojos oscuros. El semáforo seguía en verde para el transeúnte.
De cualquier manera, los autos cruzaban y seguían sus recorridos vertiginosos. Cruzar era de lo más peligroso.
Waldo miró para los dos lados y luego cruzó. Tuvo que hacerlo porque un corredor había aparecido y tendía el brazo hacia el hombre de anteojos oscuros. Waldo se acercó al corredor y lo sujetó del brazo, lo miró a los ojos y negó con la cabeza.
—Salud —le dijo.
El corredor se apartó del hombre que estaba por cruzar la calle. Que bajó y subió de la vereda tanteando con su bastón blanco el pavimento. Miró un segundo hacia donde estaba Waldo y el corredor. Luego giró la cabeza como si mirara el cielo, pero Mirta vio que la reconocía, o eso creyó por lo menos.
El sol brillaba en los cristales de las ventanas de los negocios de la avenida. El hombre miró hacia los costados, esperando que alguien se ofreciera para ayudarlo a cruzar.
Miró hacia adelante y, ofuscado, negó con la cabeza. El bastón blanco tocó el suelo en un punto y luego en otro.
Cruzó. Llegó hasta la mitad de la calle.
Apareció un ómnibus a toda velocidad y se lo llevó puesto.
El corredor se tomó la cabeza. La adolescente lloraba. Mirta y Waldo clavaron la mirada en el piso.
Los esperaba el curso de Reentrenamiento.
Los instructores de Salud solían ser muy estrictos.
Y ellos ya sabían cómo iba a empezar la charla. Se la sabían de memoria por los libros de instrucción.
Les iban a explicar que no podía ser que Beethoven hubiera escrito la Novena Sinfonía si tenía sordera, que Borges nunca pudo escribir esos cuentos si no veía, que Van Gogh con lo que tenía, que no sabían bien qué era, pero era algún tipo de discapacidad, la verdad, nunca hubiera podido pintar.
Eran todos impostores. Y para su trabajo, para que no ocurriera un accidente como el que habían presenciado, tenían que saber diferenciar entre un impostor y una persona con discapacidad real. Eran pocas las que necesitaban ayuda como la persona ciega a la que habían confundido con un impostor. Para eso estaban, para que todos los falsos discapacitados fueran desenmascarados. Salud no podía vivir haciendo certificados y Argentina en 2030 estaba saturada de personas con algún déficit. Los habían contratado para eso y lo importante era que desempeñaran bien su trabajo. Saber discernir, iban a escuchar, era una virtud clave para que continuaran en sus puestos.
por Adrián Gastón Fares.