32.
Silvina aterrizó sobre un helecho del cantero de la casa vecina. Desde ahí, vio que la ventana que daba a ese patio estaba enrejada.
No había manera de entrar a la casa, así que corrió por el pasillo lateral largo hacia la puerta abierta, desde la que llegaba la potente luz blanca del alumbrado público.
Siguió corriendo, ahora por el medio de la calle.
Se dio vuelta y notó que la perseguía una especie de gigante muy delgado. El gigante corría de manera destartalada hacia ella.
Dobló a la izquierda en la esquina, con la idea de alejarse de la avenida porque sabía que en ese lugar era donde estaban emplazados los que la habían atacado.
Entonces se dio cuenta de que la calle estaba inundada. Se volvió para ver si todavía la estaban persiguiendo. Por suerte, había dejado de llover. Parecía que la bestia esa había desaparecido.
Caminó hasta la vereda y se escondió detrás del tronco grande de un árbol. Sacó la cabeza. La mujer de delantal blanco la señalaba desde la esquina.
Al instante, aparecieron dos ojos oscuros del otro lado del tronco que se clavaron en ella. El gigante tenía cara ojerosa, enmarcada por pelo negro, largo y encrespado. La mirada era penetrante y a la vez brutal.
Ella intentó correr para el lado de la calle, pero el gigante se interpuso en su paso y le gritó algo incomprensible. Vio varios dientes y un colmillo en esa boca deforme.
La bestia le tapó el paso, como si estuviera por atajar a una pelota frente a un invisible arco de fútbol. Silvina giró en redondo para el otro lado y chapoteó sobre el agua. Sintió que la agarraban de la mano y la arrastraban hacia la esquina donde la esperaba la de delantal blanco.
Con la cabeza hacia atrás, pudo ver que el rostro de la bestia gigante era asimétrico, de un lado la boca le colgaba, como si una herida hubiera potenciado su deformidad.
El engendro la plantó delante de la mujer, que tenía la bata mojada y sucia. Le dio un empujón.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer—. Ya que no llegaste a presentarte… —agregó.
Silvina no contestó.
—Se creen vivos, ¿no? —dijo la mujer.
El hombre rechoncho llegó a la esquina.
Dio otros pasos largos rodeando a Silvina, que primero siguió con la vista los zapatos de vestir del hombre, grandes y negros. ¿Qué hacía alguien con traje ahí?, se preguntó. Parecía una morsa con esos bigotes tupidos y entrecanos.
—¿Esta era? —Miró, dubitativo, a la mujer de bata, que asintió. Luego se dirigió a Silvina—: ¿No les bastó con lo de su amigo? Lo peor es que nos costó dos honradas vidas… Nosotros no somos así, ¿no? —Volvió a mirar a la mujer.
—Para nada… —dijo ella—. Censar es nuestro deber…
—Manchar la sangre así. Qué pena —comentó el rechoncho, sacudiendo la cabeza, mientras se secaba con un pañuelo blanco la frente.
El gigante retenía con su abrazo a Silvina, que aprovechó para escupirle los zapatos al rechoncho.
La mujer se acercó y le dio una cachetada a Silvina.
—¿Cuál es tu nombre, te pregunté?
—¿Qué? —preguntó Silvina.
La mujer se alejó dos pasos y, tratando de tranquilizarse, metió las manos en su delantal.
—¿Tienen algún vínculo sanguíneo con estos… monstruos?
—No son sanguinarios —dijo Silvina—. No entendí.
—¿Si son familiares de Gema y el resto? —dijo la mujer, suspirando—. Cierto, es sordita…
El gigante que sostenía a Silvina lanzaba aprobaciones guturales, como si quisiera vocalizar, pero le fuera imposible.
—No somos familiares —murmuró Silvina.
—Son como el fugitivo ese, entonces… Así terminó. —La mujer miró, consternada, al rechoncho y agregó—: ¿No saben lo peligroso qué es acercarse? Todavía no sabemos mucho de ellos.
Le despejó la cara a Silvina, ubicándole el pelo en las orejas. Observó el cuello, luego le levantó la remera. Hizo girar el dedo índice y el gigante alzó a Silvina y la dio vuelta, mientras la sostenía sobre los hombros. La mujer le bajó los pantalones a Silvina y le miró los muslos y las nalgas. Luego se los subió, mirando con asco hacia atrás.
—Está toda picada —le informó al rechoncho.
El gigante bajó y dio vuelta el cuerpo que sostenía para que vuelva a encarar a la mujer, que negaba con la cabeza y hundía todavía más las manos en los bolsillos de su delantal.
—Un compañero nuestro, gran psicólogo argentino, murió por culpa de la sangre que le sacaron esos muditos —dijo el rechoncho.
—¿Dónde está tu novio? —La mujer se acercó a Silvina que trataba de sostener la frente alta.
—¡¿Qué?! —dijo Silvina.
La de delantal resopló y miró al rechoncho con expresión de hastío. Repitió a los gritos lo que había preguntado.
—No es mi novio y no sé. Nos íbamos, pero está todo inundado. —Silvina miró hacia atrás—. ¿Me podés soltar?
La mujer abrió la boca al dirigirse a Silvina.
—Así… Abrí la boquita por favor.
—¡Otra vez! —gritó Silvina.
Silvina trató de soltarse, algo que con los brazos como tenazas del gigante que la retenía era imposible.
El rechoncho puso las manos en la cintura. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Habían llegado dos más: uno era el adolescente asiático y el otro el hombre delgado con barba. El último negaba con la cabeza. El rechoncho suspiró. Les hizo una seña con la mirada. Los otros dos volvieron sobre sus pasos y se quedaron en la esquina, mirando hacia la casa de Ersatz.
La de delantal se cruzó de brazos y gritó:
—¿Sabés lo que es llegar a un lugar y encontrar cadáveres desnudos por todos lados? De profesores que pusieron su empeño en enseñar. De monjas sacrificadas… Los dejaron como escarbadientes usados, nena. No soy particularmente religiosa pero esas cosas duelen. Más cuando una era tu ex profesora de dibujo. —Las mejillas de la mujer se enrojecieron.
—Entendé, la doctora Evelyn no es una privilegiada de la ciudad como ustedes. Podría haber elegido trabajar en el norte y sin embargo decidió defender el barrio. Y eso que antes estudió con la prestigiosa maestra integradora Coverland.
—Riannon Co-ve-land, Osval —corrigió la tal Evelyn y agregó—: Dios la guarde en su gloria.
Silvina había entendido bien. ¿Esa loca con Riannon? No lo podía creer. Sintió que explotaba. Además, al gigante se le había caído una baba espesa que ahora se deslizaba por su frente y comenzaba a enturbiarle la mirada.
Pestañeó varias veces, giró la cabeza y subió los ojos para ver el rostro del gigante.
En cierta forma, era parecido a Gema. Y tan alto como la mujer de rodete. Tenía la frente más sobresaliente que ellas. A diferencia de las serenadas era tan pálido que parecía no haber visto nunca el sol. Por lo demás, debajo de las profundas ojeras en las que tenía hundidos los ojos la cara era un caos.
De un lado de la herida que era esa boca, el lado que colgaba por la altura de la nuez del largo cuello, tenía un colmillo partido. Del otro lado, más cerca de la mejilla, en el maxilar superior, tenía una hilera de dientes pequeños, todavía incrustados en las encías, que terminaban en otro colmillo, que parecía haber sido limado.
La mirada vacía que le devolvió le recordó tanto a la de Gema que Silvina no tuvo dudas de que era uno de los serenados. Intervenido por esos dementes. Si la rayada esa fue al mismo colegio que Ersatz, tal vez se conocieran, pensó. Pero no pudo pensar mucho más porque el gigante chorreaba tanta baba que la volvió a cegar.
¿Se debía estar excitando el traidor?
Evelyn volvió a pedir:
—Abrí la boca.
Silvina apretó los labios.
—¡Apriete, Lungo! —ordenó el rechoncho.
¡Lungo!, pensó Silvina.
Lungo subió las manos para cerrarlas en torno al cuello de Silvina, que estiraba las piernas sobre el cemento resbaloso para tratar de incorporarse. Se estaba sofocando.
Silvina abrió la boca. Evelyn aprovechó para introducirle una pastilla anaranjada. Luego la tomó del mentón.
—Cerrá la boca… Así… Muy bien… Vas a pensar más tranquila.
Silvina sintió el peso del cansancio de esa noche en todo su cuerpo. Lungo la soltó, ya no hacía falta que la retuvieran.
Dio unos pasos hacia Evelyn y cayó de rodillas.
por Adrián Gastón Fares
Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
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Thank you, Anita! Best wishes, Adrian!
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Gracias, muy bueno.
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De nada, Jaime! A vos!
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