31.
Ersatz corrió hasta la puerta de su dormitorio y la cerró a tiempo para evitar que los intrusos entraran.
Vio cómo el haz de luz iluminaba por debajo del umbral de la puerta. Se colocó los audífonos rápidamente y subió el volumen al máximo.
—Ahí están —dijo una voz femenina.
—Chino, Barba… —ordenó una voz cavernosa—. Vos venís con nosotros…
Se oyó un quejido gutural en respuesta a la última orden. Después la misma voz, masculina, grave:
—Vamos, Evelyn…
Ersatz, mientras escuchaba el resonar de pisadas que parecían bajar por la escalera, corrió el escritorio de su hermana y lo ubicó de manera diagonal contra la puerta para que trabara el acceso a la habitación. Luego cruzó la habitación y giró la manija de la persiana del dormitorio. No se movía. Recordó que tenía una traba a nivel del piso, se agachó, la quitó, volvió a probar. La persiana subía.
Silvina seguía durmiendo. Y ella con el tema de que no quería sus audífonos, pensó Ersatz. No parecía lo mejor dadas las circunstancias.
La puerta se abrió y el haz de la linterna, redondo y potente, iluminó la espalda de Silvina que despertó, ahogándose, como si tuviera una pesadilla.
Miró hacia la puerta y gritó.
Un chico de rasgos asiáticos había logrado meter la mitad superior de su cuerpo y detrás del chico había un tipo que era pura barba. Los dos habían dejado sus linternas sobre el escritorio, los haces de luz, clavados, rasaban la cama.
Ersatz le hizo señas a Silvina para que se agachara y saliera por el hueco de la persiana. Silvina rodó por la cama, cayó a los pies de Ersatz y se arrastró por la abertura.
Los dos salieron al pequeño balcón. El bordillo de la baranda blanca estaba perlado por las gotas de lluvia. Lo único que les quedaba era escaparse por el árbol.
Ersatz se encaramó al bordillo de la baranda, se aferró lo más que pudo a una de las ramas del árbol mientras con el pie pisaba la corteza de tronco grueso de otra. Silvina, que era más rápida que él, ya estaba a su lado. Si se colgaban del tronco sus pies quedarían a la altura de la medianera de la casa vecina.
Nuevos haces de luz llegaban desde el fondo. Pudieron ver que una de las linternas la llevaba un hombre rechoncho vestido con un traje oscuro y la otra la tenía la mujer con el delantal blanco. Con ellos, más adelante, había una figura gigante que provocaba bamboleantes sombras.
—No se alarmen, no les vamos a hacer daño —dijo con la voz cavernosa el hombre rechoncho.
Silvina había logrado estabilizarse en el borde de la medianera y estaba agachándose lentamente para sentarse y luego poder saltar a la casa vecina.
Ersatz, mientras se agachaba sobre el tronco del árbol, miró hacia el balcón y vio que el chico asiático y el tipo de barba miraban hacia abajo, indecisos, esperando órdenes.
Cuando se sentó sobre el tronco, escuchó que algo se quebraba. Cedió y se vino abajo con él encima. Más abajo, los sostuvieron, a él y al tronco, otras ramas. Ersatz quedó a la altura del bordillo de la medianera. Saltó para alcanzarlo.
Quedó aferrado del borde de la pared medianera con los pies colgando cerca del suelo del lado de la casa de sus padres. Silvina se había arrojado a la casa vecina.
—Al lado. Rápido —oyó Ersatz que decía la de delantal blanco.
Saltó hacia atrás, al suelo del fondo de su casa. Dio contra lo que pensó que era cemento firme.
El suelo cedió y Ersatz fue tragado por una hedionda oscuridad.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
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