24.
Ersatz entreabrió los ojos.
Silvina estaba sentada a su lado pasándole un trapo mojado por la frente que enjugaba en la cacerola que les había dejado la mujer de rodete.
Ersatz notó que la picadura de Gema seguía haciendo efecto. Sentía un placer y una paz fuera de lo común, como si no tuviera que levantarse para nada.
Silvina parecía la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. ¿Cómo no lo había notado antes?
Los lunares de su piel translúcida, los tiernos ojos marrones.
Manuel arrodillado a su lado, era Superman, musculoso, pero con los ojos como de un niño recién despierto. Sintió que su amigo le decía con la mirada: No es nada, Er.
Ese aroma cítrico que había en la habitación lo seguía mareando.
Era como acercar la nariz a un limón verde. Pero entre ese olor había otro mezclado, viscoso, agrio.
Boca arriba, antes de que le volvieran a pesar los párpados, recordó que los gemelos se habían orinado al succionar las muñecas de Manuel.
Silvina le acarició la frente, comprensiva, hasta que volvió a dormirse.
Después de un tiempo que no pudo precisar, Ersatz se despertó en su dormitorio. Miró inmediatamente hacia el costado para cerciorarse de que Gema no estuviera compartiendo su cama. Al verla vacía, en vez de sentir tranquilidad, se sintió solo.
Salió de su dormitorio y caminó dando vueltas sobre la alfombra del living.
En la televisión estaban los dibujitos del Correcaminos.
¿Dónde se habían metido esos dos?
Antes de salir entró al baño para inspeccionar su cuello. La sangre estaba seca. Sus facultades mentales estaban otra vez dentro del rango monótono en el que había vivido toda la vida. Al instante de notarlo, pensó: desafortunadamente.
Bajó las escaleras. Salió a la calle. El día estaba nublado, el piso mojado, pero en ese momento no llovía. La escalera metálica de Gema le pareció de un negro azulado. Caminó hasta el auto donde habían visto por primera vez a Gema. No había nadie.
Medio perdido, siguió hasta la casa de Roger, abrió la reja y subió la escalera. Cruzó el descanso, empujó la puerta y entró al dormitorio de Roger. Se estremeció.
En la cama estaba Jesucristo muerto, la barba cobriza, las mejillas sobresalientes, los ojos blancos abiertos clavados en algo que ya no veía. El metalero estaba pudriéndose en su cama.
Se acercó para mirarlo de cerca, pero le pareció estar masticando un pedazo de carne pútrida y se alejó rápidamente. Antes de salir de la habitación, en su retina quedó grabada la imagen de la boca abierta de Roger, con los hilos que parecían seguir tirando de los labios para juntarlos.
Le hizo pensar que sin dudas trataba de imitar a Gema y a los otros. ¿Con qué objetivo?, se preguntaba. Pero ahí estaba la jeringa que había contenido hierro, vacía. ¿Qué quería? ¿Vivir del sol?
Vivir del sol, repitió en su mente Ersatz. Sabía que había yoguis que afirmaban poder lograrlo. Pero los vecinos de Roger no eran yoguis. Eran seres con las bocas siempre cerradas, inalterables, con los labios pegados…
Notó que un tubo de neón, ennegrecido en las puntas, chisporroteaba en el techo. Ersatz sostuvo la mirada en el resplandor blanquecino que titilaba en el tubo moribundo.
La adoración del sol por esa tribu del conurbano bonaerense sugería que se alimentaban de la radiación, los rayos directos. Cuando estos faltaban, como en las semanas de lluvias, tenían que recurrir a otros métodos para mantener su abastecimiento de energía y para poder subsistir.
¿Pero qué eran?
Ersatz se pasó la mano por el cuello.
Bajó la escalerita lo más rápido que pudo, sin hacer mucho ruido. El miedo lo había vuelto a invadir. No llegó a ver si los serenados habían clavado sus dientes afilados en el cuerpo de Roger. Por lo delgado que ya estaba antes parecía haberse muerto de inanición.
El accidente en el techo había sido desafortunado para alguien que dependía de los rayos solares y de una jeringa. ¿Por qué no lo había ayudado esa chica que huyó al verlos?
¿Y los demás? ¿Sólo porque no era como ellos lo habían abandonado? Vaya a saber qué reglas tenían para convivir los que hacían tanto esfuerzo para sacar los dientes. Debían ser un poco más complicadas que las de ellos…
¿Ellos? ¿Dónde estaban sus amigos?
Volvió a la casa de sus padres. Volvió a recorrer las habitaciones. Se fijó en el garaje. Nada.
Salió, vio que la puerta de la casa de Gema estaba cerrada. La ventana oscura. El instinto le dijo que no se acercara. Siguió caminando.
Llegó a la altura de la casa donde habían recogido los frutos. Empujó la ventanita de la puerta y miró hacia dentro pero sólo vio yuyos altos que ensombrecían tomates, que a esa hora y con ese día parecían negros.
Dejó la casa, cruzó, giró a la derecha y tomó la vasta calle Marco Avellaneda. En la mitad de la primera cuadra parpadearon las luces del alumbrado público y se prendieron. Debían ser las seis de la tarde ya…
Cruzó una esquina y siguió caminando, con un andar medio destartalado. A lo lejos, dos figuras aparecieron en la neblina. Apuró el paso.
Ya por la segunda cuadra desde su casa notó que eran Silvina y Manuel de espaldas que hablaban con tres figuras que no pudo reconocer.
De pronto, vio que dos de las tres figuras irreconocibles sacaban algo de sus ropas. Silvina y Manuel se arrodillaron, con los brazos detrás de las nucas. Vio que los otros les estaban apuntando con pistolas.
Ersatz se escondió detrás de una camioneta roja abandonada y sacó la cabeza para espiar desde el parachoques.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
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