20.
La calle estaba desierta y el alumbrado público resplandecía. Más allá, doblando en la esquina, un poste con una luz vieja pintaba de dorado las medianeras.
Ersatz estaba seguro de que la casa de Roger era la que seguía a la de sus exvecinos, los Tacuta. Estaba sobre 1 de Mayo, hacia la avenida. Era un garaje, que había sido un taller mecánico, con una habitación arriba a la que se llegaba por una escalera. Una casa sobre el intento de otra cosa, parecida a todas las de ese barrio, incluso la de sus padres.
Abrieron la reja, subieron la escalera y vieron que la puerta estaba entreabierta. Ersatz posó la mano sobre la chapa oxidada de la puerta y la empujó.
Roger, con ese pelo largo y la delgadez extrema, parecía un Cristo en la cama.
Ersatz, que de chico le tenía miedo a la imagen de Jesucristo sangrando en la cruz, con la corona de espinas, que había visto en las películas por televisión, tuvo que apartar la mirada un momento de la cara del metalero.
La luz amarillenta que entraba por la claraboya que había al lado de la puerta resaltaba las huesudas mejillas y, a la vez, acentuaba la concavidad oscura en la que estaban hundidos los ojos claros de ese gigante.
La habitación parecía ordenada. En la mesita de noche, pegada a la cama, estaba el celular de Roger y una jeringa.
Roger se despertó y señaló la jeringa. Silvina la tomó.
—¿Qué es? —Silvina miraba el líquido azulado de la jeringa.
Roger estiró una mano temblorosa, agarró el celular y escribió:
Hierro.
—¿Para qué lo usan?
Roger escribió que él lo necesitaba.
—¿Qué son?
Yo no. Ellos… Cuando llegué ya estaban.
A pesar de que se lo veía tan débil, Roger escribía rapidísimo con las dos manos.
—¿Dónde está Riannon? —Silvina dejó la jeringa donde estaba sin dejar de mirarlo—. ¿Por qué no usan prótesis si son sordos?
Los ojos de Roger brillaron como si intentara reírse sin despegar los labios.
La tal Riannon siguió de largo acá. Dicen que en Cañuelas. Pero no estoy seguro.
—¿Y qué comunidad de sordos es esta? —preguntó Silvina.
No es una comunidad de sordos.
Leer eso fue como si le clavaran un puñal a Silvina. Se llevó las manos a sus orejas y luego al estómago.
—¿No?
No.
Mientras leía, Ersatz vio como Silvina se ponía pálida y el celular de Roger le temblaba en las manos. Le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarla.
—¿Qué son entonces…? —preguntó Ersatz—. ¿Qué sos vos?
Antropólogo. Enseñaba literatura en un colegio. Tuve un problema con las autoridades. Desde acá escribí algunos artículos sobre Serenade. Alguien mezcló todo. Lo que intenté compartir con el mundo fue que eran personas que parecían sordomudas, pero no sabía bien. Aún hoy, hay cosas que no sé bien.
—¿Son humanos? —el impaciente ahora era Ersatz.
Roger lo miró como si fuera un idiota.
Fueron abandonados.
—¿Por qué no abren nunca la boca? —Ersatz parecía tener muy presente el error de Perceval.
Nacieron así. Se adaptaron. Y me enseñaron a mí. Me hicieron ver lo bueno.
Los ojos de Roger brillaban, esta vez con añoranza.
—¿Qué es lo bueno? —preguntó Silvina.
El metalero cerró los ojos como si se fuera a desmayar. Se tocó el brazo izquierdo, huesudo y pinchado. Giró la cabeza y clavó la mirada en la jeringa.
Por favor, escribió.
Silvina tomó la jeringa. No le costó encontrar el lugar donde debía inyectarla. El metalero tenía ronchas, algunas recientes y otras ya cicatrizadas.
Mientras su cuerpo recibía el líquido, Roger cerró los ojos por un momento. Luego aspiró el aire como si fuera una bendición y exhaló lentamente por los agujeros de la peluda nariz. Luego les escribió:
Este lugar no es para ustedes. Váyanse antes de la lluvia, por favor. ¡VAYANSE DE ESTE BARRIO!
—¿Por qué? —Silvina había dejado, un poco asqueada, la jeringa en la mesita.
Roger abrió más los ojos y pareció mirar entremedio de Ersatz y Silvina.
Se dieron vuelta. Desde el descanso de la escalera los observaba la adolescente con campera de cuero que habían visto el primer día al lado de Roger en lo alto.
El brillo de ira que despedían los ojos claros de la chica era acompañado por un gruñido de baja frecuencia, parecido al de Gema en el tanque, que llegó hasta los audífonos de Ersatz y Silvina desde la lejana boca apretada. A ellos los asustó todavía más los acoples que produjeron sus propias prótesis auditivas.
La adolescente clavó su mirada, ahora despechada, en Roger, giró la cabeza y desapareció por la escalera.
Roger cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia un costado. Dormía otra vez.
O había muerto…
Ersatz y Silvina se miraron un momento, perplejos. Luego Silvina, entristecida, bajó la cabeza.
por Adrián Gastón Fares.
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