12.
El sol se colaba por las persianas. Aunque Ersatz pensó en seguir durmiendo, debía levantarse. Se colocó las prótesis auditivas en los oídos, salió del dormitorio y cruzó el pasillo.
Encontró a Silvina preparando un desayuno con las frutas y el café instantáneo que había traído. Manuel simulaba leer una hoja de un diario como si fuera su padre. Habían levantado la persiana.
Ninguno de los tres usaba los audífonos al despertar en la soledad de sus casas, no tenía sentido, pero esa mañana, como estaban juntos, se los habían colocado y parecían estar más distendidos y comunicativos.
—Vamos que llegamos tarde al colegio, Er —dijo Manuel.
—¡Cómo dormiste! Por ahora no hay señales de tu vecina —dijo Silvina.
—Son las pastillas —contestó, Ersatz—. El problema es que muchas no me quedan, voy a tener que partirlas.
—Tengo algunas parecidas —dijo Silvina y agregó—: No hay ningún negocio abierto. El almacén está cerrado.
—¿Qué esperabas? —comentó Ersatz, medio dormido todavía.
Bebió el café y comió la mitad de una manzana, mientras los rayos de sol atravesaban las hojas del olivo. Luego, salieron los tres juntos rumbo al oeste. En la terraza sobre el almacén, que como había dicho Silvina estaba cerrado y tenía las persianas oxidadas y bajas resaltaba contra el cielo límpido la figura de un espantapájaros negro.
Eso pensaron, pero al cruzar la calle y estar en la vereda del negocio, quedó claro que era un hombre con un polar negro. Les daba la espalda y estaba en una posición bastante erguida para estar apoyado contra una pared. Tenía el pelo oscuro corto, rapado en los costados de la cabeza y en la nuca. El sol hacía brillar algo en una de sus orejas. Parecía ser un aro plateado, en vez de un audífono. Su cara estaba apuntando directamente al sol.
—¡Señor! ¡Hola! ¡Señor! —gritó Silvina.
El hombre siguió erguido sin girar la cabeza ni inmutarse en lo más mínimo. Manuel codeó a Silvina. Ersatz creyó que eso quería decir que el hombre era una persona sorda, más sordo que ellos, y que por lo tanto era una señal de que estaban en Serenade.
—Ya habrá tiempo para hacer sociales. —Ersatz hizo una seña para que siguieran caminando.
Los tres pasaron por la casa de la abuela de Ersatz, que no se tomó el tiempo esta vez de explicar que esa había sido la casa de su abuela. No tenía ganas de hacerlo. Por esa puerta había salido miles de veces para subirse al colectivo escolar.
Llegaron a la esquina, donde estaba el quiosco de la bruja. Era una mujer que antaño abría una ventanita cuando él iba a comprar caramelos y tenía las uñas largas, el pelo largo, arácnido, y la cara afilada. La ventanita seguía estando, cerrada, detrás de unos tupidos helechos. Ersatz tampoco dijo nada, pero los hizo doblar a la izquierda y cruzar para ver si seguía abierto el supermercado chino.
En la esquina opuesta al quiosco, vieron unos escalones entre unos matorrales que subían hasta un altar. La estatua de Gauchito Gil apenas se veía entre los arbustos.
La entrada del supermercado era una pared ahora. El cartel estaba apoyado contra el cemento. La garita de seguridad tenía los cristales sucios. Manuel se asomó para mirar y movió la cabeza. Ersatz comentó que en la penúltima epidemia los chinos les tomaban la temperatura a los clientes antes de dejarlos pasar. No sabía dónde iban a comprar alimentos, pero no dijo nada para no impacientar a sus amigos, que parecían más esperanzados que él.
Hicieron cuatro cuadras hacia la avenida San Martín, la misma por la que habían llegado, y no se cruzaron con nadie. Sólo un gato de pelaje amarillento y grasoso se deslizó ante ellos para esconderse. Más casas y coches abandonados en las veredas, cortando el paso. Caminaron una cuadra por la avenida desierta y volvieron por la calle que desembocaba en la esquina de la casa que ocupaban.
Casi al final del camino de vuelta, escucharon a unas cotorras que parecían haber descendido sobre un plátano y levantaron las cabezas. Debía ser cerca del mediodía. El sol brillaba fuerte. Tanto que no dejaba mirar al cielo con los ojos abiertos. Pero al girar las cabezas, entre los manchones rojizos que les produjo el sol, vieron otras de mujeres y hombres con los cuerpos erguidos en las terrazas. Los rostros apuntaban hacia el mismo lugar. Las manchas rojizas desaparecieron y pudieron ver mejor.
En una terraza había un hombre con pelo largo entrecano y una remera negra con una inscripción colorida acompañado de una adolescente con una campera de cuero. Dos hombres con conjuntos deportivos con la misma complexión física, compartían un techo. La mujer de rodete y vestido oscuro despuntaba en el techo en que la habían visto la noche anterior. Todos eran muy altos, extremadamente delgados, casi raquíticos. Más allá, sobre el almacén, les daba la espalda el hombre de polar oscuro que habían visto al principio de la caminata. Notaron que era casi tan alto como los demás. Con la vista cansada, bajaron las cabezas.
En la esquina de donde estaban parando, había una mujer con la cabeza rapada que estaba haciendo lo mismo que el resto de las personas avistadas, pero en este caso sobre el techo de un descolorido coche abandonado. Vestía de negro, calzas y remera, parecía no tener frío y cuando rodearon el coche para verla de frente, descubrieron que tenía los ojos cerrados y las palmas de las manos expuestas, como los otros, hacia el sol.
Los tres buscaron con la mirada detrás de las orejas de la mujer alguna prótesis auditiva, audífono, implante o lo que fuera. Nada.
Silvina, que había dado por sentado que la mujer era sorda, dijo que era Tadasana, la postura de la montaña, que ella intercalaba en sus clases de yoga.
Todos notaron que la mujer, como los demás en lo alto, salvo la adolescente, parecían ser de la misma edad. La misma que la de ellos o un poco más jóvenes.
—Perdón que la moleste —dijo Silvina.
La mujer ni se inmutó.
—Señora —agregó—, estamos buscando un lugar para comprar comida. ¿Podría ayudarnos?
Ersatz creyó ver que las líneas de las comisuras de los labios de la mujer se alargaban.
Sea como fuera, reaccionó, entreabrió los ojos, sin despegar los labios y estiró el brazo con los dedos de la mano abiertos como pidiendo que no la distraigan.
—¿Sabe si estamos en Serenade? —insistió Silvina.
La mujer levantó más la mano y siguió erguida sin contestar la pregunta de Silvina.
Esperaron, pero no hubo caso. Ella y los demás seguían en lo mismo, imperturbables.
Volvieron a la casa. Subieron con los hombros caídos y comieron más frutas. Evitaban mirarse a los ojos para no profundizar el sentimiento de incertidumbre con preguntas, cuando, de repente, detrás de Silvina, apareció en el descanso de la escalera la mujer rapada.
Silvina se dio vuelta rápidamente porque vio la cara sorprendida de los otros dos.
Tenía un papel que decía: Hola Gema.
Luego lo dio vuelta para mostrarles lo que había escrito en el anverso:
Serenade Es.
por Adrián Gastón Fares.
Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
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