6.
Un domingo al amanecer, soportando una neblina rancia que subía desde el río, se encontraron en el obelisco. Tenían unos trece kilómetros de viaje a pie. Caminaron hasta Lima y luego transitaron la calle Salta. En Barracas la ciudad se desdibujaba, las casas abandonadas, los edificios venidos abajo y los abandonados en plena construcción proyectaban una sombra dentada mientras el trío avanzaba a paso firme, con sus mochilas a cuestas y la frente alta. Cruzaron a pocas personas que se dirigían hacia sus trabajos.
Llegaron a la autopista 25 de Mayo cuando el sol se hacía lugar entre los jirones de nubes. Fuera del túnel la luz los cegó, como si recién ahí hubiera empezado el viaje.
Silvina y Ersatz ya estaban cansados y desanimados, en cambio Manuel iba silbando unos pasos adelante. Las ventanas que emergían entre la maleza creciente en el Hospital Rawson tenían los cristales rotos o estaban tapiadas. Había una larga fila de autobuses escolares estacionados de modo oblicuo en los cordones de la calle. Parecían cortarles el paso y tuvieron que deslizarse por el camino que les ofrecía el frente arrimado de los vehículos. Había vidrios rotos, neumáticos quemados y chapas anaranjadas que se habían desprendido de la carrocería. Eran iguales a los que los habían llevado al colegio en sus infancias y sintieron una nostalgia esperanzadora a pesar del lúgubre camino.
La sensación de esperanza se incrementó, a pesar de la dificultad del camino, cuando llegaron al parque Pereyra.
La vegetación había inundado la calle y debieron apartar las malezas para lograr hacerse paso por la antigua avenida Vélez Sarsfield. Cerca del puente, las palomas reinaban en los cables de alumbrado y en los balcones de los edificios. Lo que quedaba del cemento era blanco grisáceo de tantas cagadas de pájaros. Una manada de perros, escuálidos y de pelaje grasoso, aullaba detrás de las oxidadas vallas de una de las fábricas. Un hombre empujaba un carro de supermercado contra la puerta de lo que parecía haber sido una iglesia evangelista. Lo dejaba rebotar y luego lo recibía. Murmuraba, escupía, y cuando los vio acercarse a los tres al puente, dejó que el carro se estrellara esta vez contra la pared con la pintura descascarada de la iglesia, se acercó corriendo hacia ellos y gritó:
La piedra rechazada es la piedra angular.
Y mientras los tres lo dejaban atrás, seguía gritando que lo dejaran entrar a la iglesia porque él era la piedra angular. Cuando los vio encarar al puente gritó:
Al infierno, nomás.
Se detuvieron en seco cuando estuvieron debajo de las armaduras del puente, el mismo que Ersatz había cruzado con el colectivo 37 tantas veces en sus tiempos de estudiante universitario. Descartaron las veredas laterales. Estaban repletas de gatos muertos, pastosos esqueletos de ratas, cucarachas del tamaño de las de Madagascar, lagartijas y geckos amontonados, secos y aplastados. Más arriba, entre las vigas rojizas y oxidadas, volaban varios caranchos hacia los perros moribundos que habían dejado atrás en el comienzo de la calzada del puente. Mientras veían como los humanos se alejaban, los perros mantenían el hocico pegado al suelo.
Notaron que el cemento pegajoso de la calzada por la que avanzaban estaba quebrado en zigzag en el tramo derecho y que, para seguir adelante, debían saltar de un lado al otro del puente. No había otra opción. El hormigón estaba combado y los pilares todavía aguantaban. El piso del tramo izquierdo había colapsado, como si fuera una catarata de pavimento, y los escombros eran relamidos por el agua sucia del riachuelo. Silvina y Ersatz se asomaron a la grieta, de la que sobresalían algunos hierros oxidados, para mirar el agua pútrida que corría abajo. Desde lejos, el vagabundo los señalaba con las manos y gritaba maldiciones bíblicas.
Manuel caminó unos pasos hacia el vagabundo, como si lo fuera a enfrentar, luego giró, corrió y pegó un salto que lo dejó del otro lado del puente. Les dijo a los dos rezagados que hicieran lo mismo, que él los atajaba.
Silvina fue la primera que siguió a Manuel. Se inclinó hacia atrás por el peso de su mochila al hacer pie, pero enseguida se enderezó sola. Ersatz calculó que podía saltar un metro y medio sin problemas. Lo intentó sin tomar distancia y resbaló del otro lado con mierda que parecía de gato por lo que debieron sostenerlo sus dos compañeros para evitar que cayera.
Con el salto, habían dejado atrás la Ciudad y estaban en Avellaneda, Provincia de Buenos Aires. Ersatz les explicó el resto del errático viaje para salir a la avenida San Martín.
El artículo del blog nombraba como probable asentamiento de Serenade a las calles que rodeaban San Martín y 25 de Mayo, aunque debían prestar atención desde José de San Martín y Carlos Tejedor.
por Adrián Gastón Fares.
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