¿Cómo podía aparecer un cuerpo de golpe? De la nada misma. Y que los llamaran para avisarles que la persona muerta tenía en su teléfono la dirección de ellos por si algo le ocurriese.
Ahora estaban esperando para reconocer el cuerpo. No tenían la más mínima idea de dónde podría haber salido esa persona.
A los cuarenta y tantos años ninguno de los dos hermanos habían tenido hijos. Era una noticia impensable para ellos que apareciera un familiar nuevo. Y muerto, encima.
¡Ya no deberían existir ese tipo de sorpresas! No esperaban que se muriera nadie porque no tenían a nadie. Los que estaban antes se habían ido antes…
Trataron de averiguar el nombre de la persona, pero los enfermeros negaban con la cabeza. Uno murmuró algo. La palabra era irrepetible. ¿Género? Movían la cabeza. ¿Edad? Inestimable, dijeron.
No quedaba otra que esperar en la antesala atestada de personas de ese hospital público hasta que les tocara el turno.
Ella trató de encontrar la respuesta en los ojos de los demás con hombros bajos que la rodeaban. Pero las miradas de la sala no reflejaban la pena esperada. Se tomó una fotografía con su celular y la miró para comprobar su propia expresión absorta.
Él seguía con la cabeza baja. Se suponía que era la postura correcta para esa circunstancia.
Esperaban ver atrocidades en el hospital, cuerpos retorcidos entrando y saliendo en camillas. Pero, por suerte, nada de ese macabro desfile.
La sensación de que había algo fuera de lugar crecía sin parangones en los dos hermanos. La puerta de la morgue se abrió. Salieron, cabizbajos, una mujer y un hombre de unos cuarenta años.
¿No se parecían a ellos?, pensaron.
Les tocaba. Debían estar preparados para enfrentar lo inevitable. La enfermera les hizo una seña con la mano para que se acercaran.
Estuvieron diez minutos mirando a lo que yacía en esa camilla.
Era un rostro que se parecía y a la vez no a los de las personas de la sala de espera. Y se parecía y a la vez no a ellos también y a otros rostros que habían visto en viejas fotografías familiares.
Llenaba la sábana blanca y luego la desinflaba. Los ojos parecían los de una mujer, luego los de un hombre, para terminar dividiéndose en varios, como los de una araña. La boca diminuta, luego ancha. Las orejas grandes y después chicas. Todo cambiaba y cambiaba.
Ante la camilla, trataron de llorar, de sentir algo que no fuera mero desconcierto y un poco de miedo. Pero nada los conmovía. Lo más fuerte había sido la emoción vaga de confirmar lo que ya sabían. No era cosa de ellos.
Empujaron la puerta principal del hospital y bajaron los anchos y gastados escalones. Enseguida notaron manchas oscuras, irregulares, a los costados.
Aceleraron el paso. No querían que los apostados cerca de las rejas de entrada buscaran respuestas en sus miradas.
En la esquina se voltearon.
Atrás, en la vereda, la fila de personas seguía recta. Una cuadra tras otra. A lo lejos, se veían carpas para afrontar la larga espera.
Empezaron a caminar. Las cabezas de los que esperaban en la fila giraron para seguirlos.
Llegar hasta el final sería un buen ejercicio para sus piernas. Y llevaría mucho más tiempo traspasar esta vez las rejas del hospital. Tal vez hasta llegaran a descifrar qué era lo que habían visto estirado en la camilla. Era cuestión de encontrar algún recoveco para guarecerse del viento fresco que se había levantado.
por Adrián Gastón Fares (segunda versión de un cuento que no forma parte de Los tendederos)