El nombre del pueblo. El nombre. 6.

Falcón me mandó a llamar para que dé el testimonio de lo que sabía sobre Martita. En la comisaría, mientras un ayudante escribía a máquina, pude escucharme relatar lo del teléfono y la espera. Mi mente estaba en otro lado, recorriendo junto a Malva el sendero que conduce al lago. No sé cómo me pasan estas cosas, pero tiendo a distraerme del mundo demasiado seguido. Más tarde, mientras dejaba la comisaría, tropecé con la razón de mi ensueño.

Recordé lo que ayer soñé. Estaba en el fondo de mi casa en el amanecer, y veía a muchas personas que entraban y se ponían a conversar. Entre ellas estaba Malva, pero apartada y con cara de aburrida. Yo trataba de acercarme a ella y sólo me alejaba. Un paso adelante significaba varios hacia atrás en ese sueño. No recuerdo dónde lo abandoné, sólo un insoportable difuminar de la figura de Malva hasta el vértigo.

El sabor que nos dejan los sueños se adueña de las impresiones del día. Nuestro carácter está dominado por las experiencias oníricas de la noche, somos caballeros o desatentos, esperanzados o tristes, osados o pusilánimes, geniales o absurdos según lo que hayamos soñado. Lo soñado nos lanza un velo, imposible de evadir, que filtra la realidad.

Caminaba hacia mi casa con el velo que me impedía asir la realidad. Mientras oscurecía, las calles vacías eran más hermosas que las conocidas y cada paso que daba extrañaba aún más mi entorno. De repente, mis ojos se humedecieron ante la ventisca fría y las hojas se reunieron alrededor de mis zapatos. Me vi súbitamente detenido por el remolino de hojas, que se alzaba hasta mi cintura. Y, mientras me agachaba para dispersarlas, fui tragado literalmente por ellas.

De la oscuridad me vi lanzado a otra calle, tal vez otra noche, donde una mansión se levantaba. La reja de la entrada, abierta, invitaba a transitar la senda circundada de arbustos que terminaba en una escalera de mármol. Mientras subía con el objeto de alcanzar una inmensa y oscura puerta de madera, en cuyo centro un león mordía eternamente una argolla resbalé.

Al abrir los ojos, la punzada en la frente era insoportable. Mi sangre brillaba en el escalón. Desde allí pude ver cómo, delante de los cactus largos del jardín delantero, dos chicos me señalaban y reían.

Iba a levantarme para enfrentarlos cuando las hojas que pisaban los chicos se izaron en el aire y volaron hacia mí, envolviéndome en el acto y devolviéndome a los verdaderos caminos de este mundo, a las calles de mi pueblo.

Por lo visto, había entrado en el ensueño bruscamente. Debo reconocer que, después, al cruzar la calle, sentí una especie de escalofrío ante un pequeño remolino de hojas que había delante de un sauce.

por Adrián Gastón Fares.

PD: Recomiendo que lean esa enorme novela que es Más que humano, de Theodore Sturgeon, escritor de otro género que este libro, pero que no se nota, me gusta cuando el género no se nota, precedió a Bradbury y otros admirados, pero la humanidad, la sensibilidad, y el talento de Sturgeon se lee en cada párrafo de Más que humano. Y, más que nada, gracias a la persona que me la recomendó.

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