Saccopharynx es el nombre de un pez, parecido a una anguila, que vive en las profundidades abismales de los océanos. Son casi ciegos, sus ojos están muy poco desarrollados porque viven en la oscuridad. Es raro que Don Trefe no lo tenga en sus vidrieras.
Lo descubrí hojeando una enciclopedia hace unos días y soñé varias noches que era uno de estos peces. Era insoportable tener tanta agua sobre mí y estar ciego en esa profundidad. El océano clavaba sus uñas en mis escamas para hundirme más y obligarme a otros cambios físicos relacionados con la evolución. Me volví más finito y mis ojos brillaban en la oscuridad. Luego me transformé en una ballena, grande y blanca, y sentí que me cansaba pero ya no me acuerdo.
¿Cómo será el cansancio de las ballenas?
Yo no estoy ciego. Pero me fui quedando sordo. Hace un año que el doctor López, otorrinolaringólogo, se dio cuenta del error que cometió el fallecido doctor Roitman. Decía que mi problema tenía que ver con un nivel de autismo. En cambio, mi sordera congénita era progresiva. Me pusieron unos audífonos, que bien podrían ser peces abisales por su forma agusanada.
Cuando me los quito a la noche, en mi mesita de luz, los agarres para la orejas de plástico parecen querer estirarse como si fueran la extensión de lombrices acuáticas y buscaran la manera de volver a su medio idóneo. Mis orejas.
El día que salí de la consulta, con los aparatos pagados por mi hermano Juan, repasé mi vida. Mi personalidad estuvo signada por la falta de tratamiento para mi problema. ¿Qué podía esperar en un pueblo como este? En Obel hubieran dado con la solución para mi mal mucho tiempo antes. López había consultado con médicos del pueblo para construir mi diagnóstico.
Ante el médano que tantas veces había subido, sin animarme a dar un paso súbitamente me encontré en una encrucijada. La espera fue un espejismo al que me fui acercando cada vez más. Lo sabía. Pero los espejismos son fenómenos reales. Suceden por algo. Empecé a entender quien era, a ver lo que había atrás de los médanos y no adelante.
Comprendí mi aislamiento.
Me vi de chico, en el colegio, estirando el cuello para poder leer los labios de los profesores. No entendía bien lo que pasaba alrededor. Las bromas de los compañeros. La burla de uno que me decía que me acercaba demasiado a su cara cuando hablábamos en el recreo. En las salidas con Juan y sus amigos, me abstraía mirando el paisaje. De cualquier modo, por las palabras que agarraba al vuelo, sabía que ellos comentaban sus hazañas deportivas y criticaban o alababan a determinadas mujeres.
Yo siempre en mi mundo.
¿Fui egoísta, terco, obsesivo por iluso? como decía mi hermano, Juan, como siempre decía y repetía cuando me difamaba adelante de otras personas hasta que lograba que mi mirada se clavara en otro lado, en el suelo que aún en invierno parecía menos frío que él. ¿Es por culpa de mi sordera o mi sordera una consecuencia de mi carácter?
Él me daba a entender que yo no servía para alguna cosa u la otra. Sólo para lo que a él le convenía.
Para él yo no daba resultados.
Lo tengo en claro. Aunque ya no era lo mismo para mí, seguí cruzando el médano y sentándome en la playa. Después de todo, era lo único que sabía hacer.
Y hace unos días, cuando ya no esperaba nada, encontré los restos del barco. La costumbre de repente es perserverancia.
La costumbre inútil de repente es perserverancia.
por Adrián Gastón Fares.
Me gustan tus historias, gracias por compartir Adrián.
🌹
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De nada, gracias por tu comentario! Saludos!
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🌹
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