Esa noche tuvo extraños sueños y al otro día necesitó pasear para despejarlos. Eran las dos de la tarde y caminaba cerca de la laguna cuando un hombre lo paró y le ofreció trabajo. El hombre criaba gansos y le dijo que le daría una comisión por cada uno que vendiese. A la gente del pueblo siempre le gustaban las aves, que rellenaba con nueces y pasas de uvas y aprovechaba en las sopas. Miguel sonrió tímidamente, se rascó la nariz y aceptó.
Después de leer un poco junto al lago, cortó dos cañas, que unió en su casa con hilo, y probó la cosa atando cuatro gallinas de las patas. Se mecieron en el aire y chillaron tanto que tuvo que desatarlas y dos se le escaparon. Con las que quedaban zarandeándose pasó el palo por arriba de sus hombros y empezó a gritar: “¡Gaaaansos! ¡Gaaaansos!, baratos y pelaos”. Entonces se dio cuenta que era una pavada decir pelaos cuando él hablaba como se debía siempre. Pero sabía que lo miraban raro cuando decía la palabra sanguches. Para él sanguche era sambuche. En este caso, en el que no estaba comprando sino vendiendo, siguió imitando algo que sabía que estaba mal.
—¡Gaaaansos! ¡Gaaaansos!, baratos y pelaos.
Más tarde fue a buscar los gansos a la granja de Kaufman, diez minutos en bicicleta hacia el sur de su casa. Kaufman era un hombre que sonreía con facilidad y que gritaba demasiado. Pelirrojo y ancho de hombros, le gustaba palmear en la espalda a toda persona que tuviera delante. Remarcaba sus palabras con esas palmeadas que harían tambalear a un elefante.
Miguel estrechó la mano del hombre, que inmediatamente fue a buscar una caja repleta de gansos pelados y la amarró con sogas en el asiento trasero de la bicicleta. Después sonrió, palmeó a Miguel en la espalda y le explicó a cuánto debía venderlos y cuándo debía traerle lo recaudado. Palmeó a Miguel nuevamente y lo miró pedalear por un buen rato mientras dudaba de haberle dado una responsabilidad. Pero tenía sus razones: el hermano del hombre se lo había pedido y no convenía desilusionar a un candidato a gobernador.
Ya en su casa, Miguel se preguntó si debía devolver o no los gansos a Kaufman. Creía que le dejaría menos tiempo para leer y que vender gansos no era algo digno. Más que nada, pensaba así porque debía gritar y la gente lo escuchaba. En cambio, cuando llevaba zapallos calladito de punta a punta del pueblo para el verdulero, otra de sus changas, pasaba desapercibido.
Estuvo apoyado con los codos en la mesa, el mentón sobre las manos y la mirada perdida más allá de la ventana hasta que se cansó de pensar y se levantó. Concluyó que ya se había aburrido de los zapallos y esto era por lo menos algo nuevo.
Ató los gansos al palo, tres empezando de cada punta, se lo pasó por encima de los hombros y dejó la tranquera camino al barrio más cercano.
«Gaaansoos, Gaaaansos, baratos y pelaos», gritaba mientras miraba de reojo a las fachadas de las casas. Nadie salía ni nadie lo llamaba. Repetía la frase y se acomodaba en los hombros el palo, tratando de que le raspase lo menos posible el cuello. En una de las cuadras un nene jugaba pateando una pelota de cuero contra un paredón. Al verlo agarró la pelota y se metió en una casa. Miguel giró la cabeza por arriba del palo de cañas, y vio cómo una mujer lo miraba desde la puerta donde el nene había entrado.
En una esquina descansó sentado en un banco rectangular de cemento, frente a un quiosco. Un perro, gris y sarnoso, se acercó con ganas a la caña. Miguel decidió seguir caminando.
Esa tarde vendió dos gansos y volvió a su casa con la caña ladeada hacia un costado y totalmente empapado por una repentina llovizna, fría y persistente. Al otro día debía volver a lo de Kaufman para darle lo ganado, recibir su parte y cargar más gansos.
Descansó un buen rato. Después a eso de las siete, salió de su casa caminando lentamente. Le dolía el cuello. Cuando llegó al médano había dejado de llover pero tronaba y el cielo estaba tan negro que le dio miedo quedarse ahí parado. Los relámpagos se ramificaban. Eran los más largos que había visto en mucho tiempo.
Metió la mano en el bolsillo y acarició el relieve de los fríos unicornios. Subió al médano y lo bajó trastabillando y descubriendo un mar enfurecido. Las olas reventaban contra la playa. Parecían que estuvieran a punto de perderse en el revuelto azul y que, desesperadas, estiraran sus oscuros brazos para asirse a la costa.
No se sentó y contempló extasiado el espectáculo. Un relámpago estalló en el cielo, ganándole a todos los demás en intensidad y fulgor. Iluminó la superficie del mar unos segundos y Miguel creyó ver, después de la retirada de la ola, una confusa forma negra. La luz del relámpago se extinguió.
Cerró los ojos y los volvió a abrir y vio nuevamente a la cosa negra yacente en la arena.
Comenzó a avanzar rápidamente hacia el objeto, cuando un relámpago menor al anterior alcanzó para que viera que era una palo renegrido que la marea ocultaba al subir.
por Adrián Gastón Fares.
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