Juan caminaba hacia la playa pensando en el consejo de Mario. Si quería seguir siendo candidato debía solucionar un asunto.
—Sabés que no pienso ir —dijo Miguel y miró la arena.
—Los muchachos quieren saludarte —intentó convencerlo Juan.
Miguel tenía un vago recuerdo de los muchachos.
—Estoy bien acá.
Era un hombre encorvado, de mirada turbia, pelo oscuro enmarañado, que vestía casi siempre un chaleco marrón apolillado y un pantalón gris gastado. Juan se lo quedó mirando como si ya no tuviera cura. Él era lo contrario de Miguel. Pintón, de complexión mediana tirando a robusta, parecido a su padre antes de que la hernia lo obligara a dejar la pesca. A las mujeres les gustaban sus ojos achinados, que casi desaparecían al sonreír. Nada tenía que ver el traje a medida que llevaba con su aire viril. Era, más que otra cosa, y muchos lo admiraban, un hombre que se hacía respetar con pocas palabras. Pero con Miguel las palabras no le alcanzaban.
—Te voy a ser franco. La gente se está riendo. Dice que somos una familia de locos, que vos saliste estúpido y seguís el camino de mamá.
—De vos no dicen nada así que no te preocupes.
Juan miraba el mar, por un momento pensó que sería bueno arrastrar a su hermano hasta el agua y sumergirlo unos minutos.
—Están buscando algo y cuando encuentren… —el suspiro fue largo—. Pero si pensaras un poco más. ¿Qué bien te hace sentarte acá durante horas? —Vio que las puntas de sus zapatos estaban cubiertas de arena húmeda.
Miguel continuaba con la mirada clavada en el mar.
—Vos sabés que no puedo ser un político creíble con una familia enferma. En los discursos me miran esperando que empiece a cacarear. ¿Por qué me hacés esto?
Juan señaló a una pareja que paseaba por la playa.
—Mira cómo te miran, sos la risa del pueblo. Hasta de Obel vienen a verte.
—Mandales saludos de mi parte a tus amigos.
Juan suspiró largo.
Siempre suspiraba demasiado, tanto que era obvio que era simulado y no un fastidio natural del mundo, que después de todo no lo trataba tan mal. Tenía un buen coche y una linda mujer. Y hubo un tiempo en que deseó las dos cosas y en ese orden le fueron concedidas.
por Adrián Gastón Fares.
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