9.
Justo unos días después de la última conversación salió a cenar con su amigo y la esposa, quienes le dieron la noticia de que se venía el bautismo del hijo que tenían. Por supuesto que estaba invitado, pero le pedían que armara un librito que ellos se encargarían de imprimir. Constaría de entrevistas y textos de producción propia sobre cómo veían a Jorguito, el bebé, sus familiares. Querían que cuando fuera grande, el chico pudiera leer las primeras impresiones que dejaba en este mundo, por si se desviaba del camino. Le dijeron que pusiera un precio y, aunque necesitaba la plata, Elortis no se animó a presupuestar el trabajo.
Aunque no dijo nada, estaba furioso por lo que su amigo le estaba pidiendo. Era como pasarle la pala a un moribundo para que cavara su propia tumba. Ni tenía fuerzas para hacer lo que le pedían, ni era justo que un escritor en ciernes se dedicara a tales asuntos. Para colmo, al otro día de la cena la suegra de su amigo lo llamó —la hija le había pasado el número— para pedirle que grabara con una cámara de video las entrevistas. Le dejó en claro que ella intentaría resaltar las raíces griegas de su familia. Quería que le dijera cuándo podían juntarse en su casa para organizar el tema del video. Elortis puso varias excusas para evitar la reunión, pero después se arrepintió, no quería quedar mal, y le escribió un e-mail para arreglar el encuentro.
Mientras tomaba una coca con la suegra de su amigo y comía la torta de manzana exquisita que le había preparado, Elortis notó que se entusiasmaba con la propuesta para el video, aunque no podía dejar de odiar a los padres de Jorguito por haberle encargado el trabajo. Después de todo, me dijo, de esas contracasualidades está hecha la vida. Esas vueltas extrañas, inesperadas, terminaban encausando las cosas a veces. Era natural. Le estaban pidiendo que hiciera lo que ellos entendían que él hacía o podía hacer. Podía disfrutarlo. Qué seríamos sin estas sorpresas, decía, notablemente molesto y avergonzado por la propuesta.
La mujer, una odontóloga, quería que escribieran juntos el guión con las apariciones de cada miembro de la familia. Por suerte, Elortis pudo convencerla de que sería mejor improvisar algo. Pero no confiaba en él, y pensaba que los iba a hacer quedar a todos como unos payasos.
Su idea era hacer una pequeña introducción en la que bailarían, dando vueltas agarradas de los hombros, el hasapiko con la madre de Jorguito, su otra hija, su consuegra y unas amigas. Luego leería en voz alta un poema que escribiría para su nieto. Elortis recordó que el hasapiko era originalmente la danza de los carniceros y que iba bien para la ocasión. Tal vez Jorguito, en el futuro, pensara que era un mensaje cifrado para convencerlo de que adoptara ese oficio. En manos de estos locos alegres no necesitaría muchos consejos, no se desviaría de ninguna senda. Aunque no se podía saber en qué se convertiría Jorguito, y qué clase de procesos mentales terminaría usando para descifrar los mensajes del librito.
Resultó que la vieja tenía preparados otros numeritos. El centenario bisabuelo del nene, por ejemplo, le dedicaría una canzonetta con su acordeón. El cuñado de Richard, chef especializado en comida oriental, le enseñaría a cocinar su primer chow fun y, mientras tanto, le daría otros consejos culinarios. Elortis le dijo que no había problemas con esas cosas, que se podían hacer tranquilamente, pero que juntaran en una misma casa a los restantes familiares del nene así despachaban los demás numeritos en un día. Tampoco iba a perder tanto tiempo, me dijo.
No sabía que estaba desencadenando una pelea en el seno de esa familia, por lo menos en apariencia, tan unida. Enseguida la madre de su amigo lo llamó para compartir su desacuerdo. ¿Cómo iban a hacer para que don Antonio agarrara el acordeón? Si apenas podía moverse. En la fiesta del bautismo, después de la proyección, los terminarían criticando. No había que olvidar que estaban invitados unos cuantos mandamases de la fábrica de gaseosas. ¿Qué iban a pensar de esa familia, mitad italiana y mitad griega, que se disfrazaban, y actuaban para un simple bautismo? ¿Con qué objetivo lo hacían? ¿No era demasiado pretencioso? Ellos aceptaban hablar a la cámara, pero no veían con buenos ojos que un miembro de la familia apareciera bailando, les parecía demasiado bizarro. De cualquier manera, la suegra de Richard, de tanto insistir, se salió con la suya.
Arreglaron la fecha y, dos semanas después, Elortis quedó muy contento con el resultado de los videos. Se puso a editarlos en su computadora con la ayuda de Diego, a quien a cambio le rebajaría el precio de las clases, y estaba preparando un extenso prólogo, un resumen de las entrevistas, que agregarían al souvenir con forma de librito — texto más DVD— que se llevarían los invitados en la fiesta del bautismo. Una edición especial, que incluiría fragmentos de Los árboles transparentes, sería guardada, para entregarla al nene cuando cumpliera dieciocho años.
Elortis sabía que la esposa de su amigo estaba del lado de Miranda y pensaba que él era un inconformista, o un descerebrado en todo caso. Richard también apreciaba a su ex novia.
Ya separados, Elortis y Miranda habían ido juntos a la clínica donde nació Jorguito, en Temperley. Le llevaron un regalito que compraron juntos —en realidad lo había pagado Miranda, Elortis le quedó debiendo la plata—, un gimnasio para bebés, mucho más práctico que el souvenir con consejos para el futuro que estaba preparando ahora.
Era chocante, recuerda Elortis, esperar en la recepción de la clínica donde nació el bebé al lado de otras familias que tenían los ojos rojos de llorar por alguna desgracia. También había sido incomodo presentarse con su ex, aunque la alegría que tenía por el nacimiento del hijo de Richard atenuara lo demás.
En la habitación donde estaba el bebé, el sol del otoño entraba por una ventana que daba a las vías del tren. Elortis no recuerda haber visto un lugar artificial tan agradable y cálido como ése. Sin embargo, pronto empezó a sentir que se le encendían las mejillas y le faltaba el aire. La habitación estaba poco ventilada para proteger a Jorguito de las posibles bacterias del exterior. También le habían pedido al entrar que se lavara las manos con alcohol en gel. Ver las manitos rosadas de Jorguito, todavía cerradas al mundo decía, lo hizo pensar. Estamos tan acostumbrados a encontrar motivos de desprecio en las personas que nos cruzamos que no podemos ver bien la cara de un bebé. ¿Cómo había que mirarlo? Tal vez eran sus únicos momentos de inocencia; al otro día Jorguito entendería en qué mundo se encontraba, empezaría a adaptarse al lugar y a las personas.
En el pasillo su amigo le comentó que le molestaba que sus familiares, que eran muchos, aparecieran a cualquier hora de la noche, con peluches, flores, juguetes y bombones; se armaba lío porque en la recepción no los dejaban pasar. En el fondo lloraba una mujer, Elortis no quiso saber por qué. Miranda estaba como loca, quería que imitaran a sus amigos, y tuvieran otro hijo, separados y todo.
La madre de Jorguito le dedicó algunas miradas de reproche cuando le preguntó cómo andaba. Para ella, Elortis no había sabido apreciar la belleza y la bondad de Miranda. Le decía en broma, mientras Miranda tenía en brazos al bebé, que ya se iba a dar cuenta de lo que había perdido. A mí me llamaba la atención que Elortis le diera la razón y, sin embargo, hubiera sido el causante de la separación. Se notaba que había cosas que no le gustaban de Miranda, además de su historia con Oscar. Pero, a la vez, dos años después de la separación seguía solo, sin darles importancia a las demás mujeres que había conocido. No me causaba gracia que hablara de sus historias enroscadas, pero quería saber, y a veces lo indagaba. Intrigada por la idea de que un sentimiento de culpa le impidiera alejarse de su ex pareja, le pregunté si había sido fiel. Me contestó que la había engañado seriamente una vez. No sé qué quiso decir con la palabra seriamente, pero debió ser alguna forma de darle seriedad a la mentira de que fue una única vez.
La chica, una misionera, hacía poco que estaba en Buenos Aires. Elortis se había mudado a vivir solo y deambulaba en los cibercafés en las noches de la semana, y también salía bastante con Romualdo. La había conocido en un bar irlandés del Bajo, donde intercambiaron sus e-mails. Era una instructora de Pilates. Hacía poco, antes de venirse a Buenos Aires, que se había separado de su novio correntino. Castaña de piel oscura y ojos verdes. Se veían los domingos por la noche, y algunos días de la semana, no tenía que olvidar, me recalcaba Elortis, que él estaba muy solo en esa época; el padre de Miranda no la dejaba quedarse a dormir en su departamento. Miranda trabajaba casi todo el día, tomaba clases de tenis y después iba a la facultad. Elortis pasaba algunas de sus noches solitarias con la misionera. En esa época un amigo le había conseguido un trabajo temporario de data-entry en una empresa de recursos humanos, y no tenía mucho tiempo. Tanto que no pudo disfrutar bien de esta relación paralela, no tenía tiempo entre el trabajo, la facultad y el noviazgo, ya algo desteñido, con Miranda. Aunque pronto vendría Martín, y por un tiempo todo cambiaría.
Al principio a la misionera la trataba como a cualquier otra, y casi se estaba olvidando de ella, pero un día fue al cine con el chico al que tenía a su cargo en una asistencia social, y notó que la actriz principal de la película se parecía a ella. Arrellanado en la butaca se dio cuenta que la misionera revolvía algo en su interior. No le pasaba con Miranda, ni con ninguna otra que hubiera conocido antes. Salió del cine dispuesto a arreglar su vida. La madre del chico al que acompañaba le preguntó qué le pasaba que estaba tan contento cuando abrió la puerta de su departamento. Andrés, uno de los primeros bipolares, ya que en esa época el término no se usaba mucho, le dijo a su madre que los dos estaban enamorados de la actriz de la película que habían visto.
Camino a su casa, el chico le había confesado que no sabía cómo iba a conseguir novia algún día porque era muy tímido. Elortis le contestó que no se preocupara, que cuando estuviera en la facultad, o en el trabajo, algunas oportunidades iba a tener. Le pidió si en el próximo encuentro podía ayudarlo a encontrar chicas que se parecieran a la actriz de la película; Elortis no se pudo negar. Al otro día se encontró con Miranda y le pidió un tiempo. Después se citó con la misionera, a la que no veía hacía bastante, pero resultó que había empezado a salir con un estudiante de medicina. En fin, el estudiante de medicina viajaba a ver a sus padres seguido, y no era algo serio, pero ella se había enamorado. Pagó el café y la misionera se perdió entre la gente. No sé por qué me contó esto pero una noche, cuando se veían más o menos seguido, la misionera le había pedido que le hiciera el amor en la cama donde lo hacía con Miranda. Sin embargo, ahora había aparecido un futuro médico, que tal vez le hizo ver que había un futuro mejor.
Después, Miranda le había llorado un rato en una plaza, y él accedió a reanudar la relación. De pronto, Elortis se encontró soñando con la misionera, a la que ya no tenía. Me nombró a Kierkegaard, me dijo que empezaba a entender lo que demostraba este danés en su libro sobre el tema de la repetición; cuando la había conocido esa chica parecía demasiado lejana a él, sin embargo, la tuvo pero, de repente, volvía a ser un chico anhelante; que era lo que en realidad siempre había sido. ¿Sería que la repetición era la corrección de una mala interpretación?, ¿o había entendido mal a Kierkegaard? No importa, la misionera le había advertido que las del norte eran payeras, refiriéndose al payé guaraní, la magia que usaban para asegurarse el amor de un hombre, entre otras cosas. Concluía que su payé era fuerte, mandándose la parte, pero no tan fuerte como el de esta chica, a la que había quedado prendado. Elortis era muy joven entonces y pensó que no sería tan difícil encontrar otras chicas que lo enamoraran y, más importante todavía, que aguantaran al inseguro estudiante eterno de psicología que tenía pocos amigos, y casi nunca un peso para salir con ellos. De cualquier manera, pronto Miranda quedaría embarazada y se mudaría a su departamento. Veo que le dejé en claro en esta conversación, por las dudas, que a mí la plata no me importaba. En realidad, yo no sabía qué era lo que me importaba todavía.
La pregunta sobre la fidelidad me dejó en claro que él estaba mezclando todas estas cosas de su pasado reciente, y como vemos no tan reciente, porque no sabía si arrancarse del todo o no la costra de Miranda. Según sus propias palabras, temía que al desprenderse la cascarita la sangre no parara de salir. También sabía que ahora tenía que hacer otra cosa, un segundo libro en lo posible, y si tenía un poco más de suerte que con el primero, se convertiría en un escritor de verdad. Había intentado ser una persona común, pero no le salía. Y para seguir adelante, podía remover en el pasado la figura de su padre, eso le parecía algo literario e inofensivo incluso, ya transitado, pero redefinir a Miranda tenía un sabor peligroso que no le convenía. Veo que ese día, también, me intentó convencer de que dejara la abogacía, y me decantara por la pintura; sabía que yo dibujaba garabatos en los ratos libres.
Estaba nervioso porque tenía que reunirse con Sabatini y el empresario bailantero de televisión para las ventas de los derechos del libro, tema que ni habían tocado en la reunión fallida. El programa del empresario sobre el mundo de la bailanta tenía muy buen rating. También administraba otros negocios, un boliche en Constitución y otro en Avellaneda, donde en el restaurante Pertutti se encontraron.
Elortis no podía pasar cerca de la plaza Mitre sin acordarse de la enanita. En realidad, mientras escuchaba a Al Certoni, el empresario, pensaba en la enanita, que según le contaba, saltaba con su amiga el palo de escoba que le tiraba el cuidador de la plaza cuando salían corriendo con las flores robadas. En ese entonces era una nena como cualquier otra, claro que no había nacido con la parálisis de la mitad del cuerpo.
Cuando tenía unos cinco años a Elortis lo habían paseado por varios consultorios porque renqueaba de un pie. Ningún médico daba en la tecla. Tenía una de las piernas más corta que la otra, una asimetría corporal, algo muy común. Pensaban que ese problema era la causa de la renquera hasta que un traumatólogo de la avenida Santa Fe lo observó caminar un rato. Le dijo a sus padres que no se preocuparan más, qué su hijo tenía la llamada renguera del perro. Elortis salió caminando normalmente del consultorio. Parece ser que imitaba a la enanita en su modo de caminar. El doctor les había preguntado a sus padres si había alguien en la familia que renqueara.
Como bien sabía, él se pasaba las tardes escuchando las historias de la enanita. Era uno de los pocos ejemplos que tenía, ¿por qué no copiarlo? Pero hace poco, mientras anotaba el recuerdo en su cuaderno, descubrió que la copiaba porque en ese tiempo la enanita muchas veces recibía las visitas de otro chico que la escuchaba pacientemente, un chico más grande, adoptado, según ella misma le había dicho. A Elortis apenas lo saludaba el chico cuando se cruzaban. La enanita le contaría, años más adelante, cuando este familiar lejano suyo dejara de visitarla, que también estaba hipnotizado por sus historias, que era tan sufrido como el Mono, pero educado e inteligente. Elortis se dio cuenta que renqueaba para ganarse el respeto de este chico.
Al Certoni, el empresario bailantero, era otro representante del barrio de la enanita. Su idea era meter el proyecto de Los árboles transparentes en el Instituto de Cine, y hacer la película con el crédito de esta entidad; para eso tenía a un amigo ubicado en el comité de selección de proyectos. Estaba dispuesto a comprarles los derechos del libro y prefería, por suerte para Elortis y Sabatini, que el guión lo adaptase un conocido guionista de televisión. Sabatini exigió a cambio de los derechos del libro no sólo el dinero correspondiente, sino también aparecer como productores y llevarse un veinte por ciento de lo que recaudara la película. Elortis, sorprendido por la viveza de su amigo, asintió con la cabeza, apoyando la decisión, aunque no se la hubiera consultado a él antes. El bailantero protestaba porque lo estaba esperando, fumando en la esquina, una chica enfundada en unos jeans ajustados, que iba y venía, según podían ver. Elortis se disculpa porque tenía que agregar que hacía mucho que no veía a una mujer con tan buen físico.
Cuando salieron del bar, Al Certoni le entregó un sobre a la chica, que debía ser la paga por algún show. Después, se le quedó mirando el culo un rato; Elortis dice que debía ser un reflejo del empresario por haber soltado la plata que se ve que le debía a la chica. Al Certoni intercambió algunas palabras con ella, y se acercó a Elortis para preguntarle si podía alcanzar a Sofía, como se llamaba la bailarina, hasta el centro. Durante el viaje, Sofía le contó que se había especializado en la lambada y en el baile del caño. Tenía amigas, le dijo, estudiantes que vivían cerca de él, algunas con profesiones normales, que se habían hecho instalar un caño en su departamento, y se ejercitaban en el baile diariamente. A Elortis todo eso le parecía muy prometedor.
Le recordé que a él le gustaban las mujeres salvajes que corrían por los praderas ancestrales. Retrucó que subir y bajar de un caño no parecía algo muy civilizado, y que a algo parecido se dedicaba el mono Albarracín. Dejó a Sofía en un bar de Recoleta, cerca del cementerio. Intercambiaron los teléfonos; a ella le gustaba hablar cada tanto con hombres instruidos y sensibles.
por Adrián Gastón Fares.