37. El Deformado.
La luz de la linterna ametrallaba la imponente cara de Luis. Sus desencajadas facciones desafiando al círculo de luz amarillenta.
Lo que Garrafa y López vieron fue una cara que era mitad calavera. Pensaron que estaban delante de una abominación, un aborto de la naturaleza, pero entendieron que gente como esa existía, aún en un pueblo tan pequeño como Mundo Viejo. Aquel engendro tendría que ser el hijo deformado de alguna viuda, tal vez de una vieja loca que lo tenía encerrado de por vida. En la alucinada mente de los sepultureros, Luis era el engendro que había logrado escapar de esa vieja loca y fue a robar cadáveres al cementerio. Lo había mandado el hijo del doctor para que le llevara hasta sus manos aquella chica —tal vez le pagaría menos que a ellos— y el pibe aprovechaba la ocasión para manosear al cadáver. Era un vástago aborrecible que nunca debió haber nacido.
De esta manera funcionaba la imaginación de estas personas a la luz de la luna, alimentada por cientos de historias oídas. No veían al verdadero Luis, muerto y podrido. Tan solo lo percibían como lo que podría llegar a ser en una de sus historias predilectas. Resultó ser que en las historias predilectas de Garrafa y López no existían los zombis, así que ellos se conformaron con lo que les decían las millones de historias escuchadas por las calles del pueblo y una de las más conocidas decía:
“Hay una vieja que tiene a un hijo, bobo, deformado y feo. Esta vieja lo odia, no lo puede ni ver y por eso lo encierra en el sótano, donde —de vez en cuando— lo alimenta con las sobras de sus comidas y alguna que otra rata muerta”.
Garrafa y López se miraron, casi asintiendo con sus cabezas. Sus ojos decían: “Sí, el hijo de la vieja loca”. López sonrió aún más y volvió a mirar al mito que abrazaba el cadáver.
Una sensación extraña, intensa, se adueño de los sepultureros. Los dos volvieron a mirarse. La sensación se hincó mucho más en Garrafa.
Sintió ganas de matar al joven, de dejarlo tan muerto como parecía que estaba. No dejó de apuntarlo con la linterna y se aseguró de haber sacado el precinto de seguridad de la pistola.
A López se le hincharon las venas de su brazo derecho mientras apretaba con toda su fuerza la pala y la levantaba por arriba de su cabeza. “Qué ganas de partirle la cabeza”, se dijo. Garrafa levantó el percutor de la pistola.
—Si querés este cuerpo, tenés que pagarlo—dijo arqueando sus peludas cejas.
—Sí, chabón… los cuerpos acá no son gratis—aportó López.
—Y cómo estoy seguro de que vos no tenés un peso, podés ir soltando a la mujercita si no querés que te deforme más la jeta.
—Le robó el traje al tío—le dijo López a Garrafa—. ¡Cómo apesta el sucio!
Luis abrazaba a Fernanda y miraba hacia la linterna con los ojos nuevamente blancos. Trató de decirles a los tipos quién era, pero ningún sonido salió de su garganta.
López bajó la pala y lo señaló mientras se daba vuelta hacia Garrafa.
—¡Miralo! Es tan retardado que no sabe hablar. No debe saber como se llama; ni siquiera debe saber que es un macho y tiene pija. Yo digo que le demos una lección a ver si aprende algo.
Garrafa despegó sus ojos de los excitados de López y miró nuevamente al desdichado muchacho. Éste abría la boca y parecía querer hablar con el cielo, balbuciendo algo ininteligible. El balbuceo aumentó de volumen y Garrafa escuchó lo que esa cosa de traje intentaba decir.
—¡Cómo hiciste conmigo!—Luis miraba al cielo y gritaba con voz gangosa y gutural—. ¡Cómo hiciste conmigo, hijo de puta!
Garrafa miró a López. Dejó de enfocar a Luis y apuntaba al suelo.
—¡No se putea a Dios de esa manera!…no importa lo deformado que estés ¡No se putea a Dios!, ¡no en un cementerio!—La cara de Garrafa iba morándose de la emoción, toda su sangre parecía correr a su cabeza, como si estuviera dado vuelta—. ¡Y menos en mi cementerio!—Luego añadió, sin dejar de mirar hacia el banco de piedra:—. Digo que matemos a ésa porquería, López.
—Basta que yo no tenga que cavar su fosa.
—No hermano, lo quemamos.
Las puteadas de Luis al cielo parecían haber ganado volumen.
—Vamos, López—ordenó Garrafa y apretó el gatillo.
por Adrián Gastón Fares.