32. ¡NOS VAMOS, LUIS!
Aquel sábado Luis estaba sentado en su habitación, pensando en como iba a encarar el trabajo de investigación que le había encargado el profesor más desalmado de la facultad. Tenía una hoja en blanco donde anotaba las ideas que se le ocurrían. Habían sido muy pocas las que habían acudido a su mente durante la mañana y se iba a levantar para salir a tomar aire cuando llamó su madre.
—¡Nos vamos, Luis!…—le gritó mientras éste estaba a dos pasos de la puerta, mirándola y sin tocarla— Te deje unos patys en el congelador, hacételos… ¿¡Luiiis!?
Luis cerró los ojos. Por un momento se sintió mal, su estómago se revolvió mientras veía la foto que le había sacado su madre cuando había sido abanderado en séptimo grado. Se acercó para verse mejor. Una sonrisa marcaba sus labios y sus ojos brillaban bajo los cabellos cubiertos de gel.
—¡Qué aparato!—dijo Luis, y sonrió.
—¿¡Luiiss!?
La voz venía desde el baño, desde donde se escuchaba el agua corriendo.
—¡Ya te escuché mamá!—. Miró de vuelta la foto— ¡Chau!
El agua dejó de correr y escuchó los pasos de su madre por el pasillo.
Resonó la bocina del auto de su padre.
Era muy impaciente. Su padre no aguantaba la coquetería de las mujeres, aunque él pasaba mucho tiempo delante del espejo. Sólo que no a último momento como su madre.
Se dijo que se había olvidado de preguntarle a su madre dónde iba. Seguramente, su padre iba a cubrir algún espectáculo y de paso la llevaba. Luis caminó hasta la cama y se sentó.
Ser periodista y meterse en la vida de los demás nunca le había parecido demasiado excitante. Era estar pendiente a historias estúpidas de empresarios aún más estúpidos: metidas de cuernos, cumpleaños, muertes, casamientos. Por otro lado no había horario fijo; en cualquier momento te podían llamar. Claro que había sentido una pequeña envidia por su padre el día que le había dicho que había entrevistado a Mick Jagger. El laburo daba buen dinero, pero ésta no era razón suficiente para arruinarse la vida; cuando su padre le había propuesto que siguiera la carrera de Comunicación había dicho que no: él tenía derecho a elegir ya que era su vida y todo eso. Y había elegido Abogacía; las leyes no tenían muchas vueltas. Iba a ganar dinero y tratar de encontrar a algún asesino olvidado, ya que iba a probar criminalística.
Se imaginaba a sí mismo llegando a la puerta de la sombría casa de un funesto asesino buscado hace mucho tiempo. Golpeaba la puerta, dispuesto a todo, cuando un viejo sin dientes se asomaba y lo recibía con una desdentada sonrisa mientras balbucía:
“Metéme en la cárcel… ¿qué tengo que perder ahora?…Si mi hija quiere meterme en un geriátrico.”
Otras veces imaginaba la misma situación, ante la puerta del asesino, con su mano apoyada sobre una pistola; sólo que el hombre que salía era tan simpático y apacible que terminaban siendo amigos. El asesino le contaba sus andanzas mientras sonreía. ¿Cómo podría estar un asesino triste en nuestro país?
Su padre había estado investigando el crimen del empresario Closas y le explicaba, durante las contadas ocasiones que cenaba en casa, que la justicia en Argentina simplemente no existía. Una noche el viejo le había dicho:
“—No puede haber justicia en un país en el que todos son delincuentes en alguna medida… acá a la gente no le gusta trabajar, le gusta hacer todo fácil… Bueno, matar es fácil… Un tiro y Closas, que intentaba poner una nueva cadena de supermercados… supermercados; no estoy hablando de droga ni nada parecido… ¡SUPER-MERCADOS!…, un tiro y el lugar que iban a ocupar los super los ocupan otros: todos sabemos quién lo hizo… yo sé quién lo hizo… y el lunes, Luis, cuando la gente vaya a comprar la revista, se van a llevar una sorpresa. Les va a parecer extraño, porque una revista que se dedica a ricachones y famosos no pública ese tipo de notas, pero Fabian le tiene bronca a éste tipo que mató a Closas—. El padre miraba a su madre, seria y cabizbaja, y seguía hablando—. Y me dio el permiso para escribirla.”
La nota había salido el miércoles siguiente y no armó gran revuelo en la opinión pública. Su padre se calló la boca y siguió trabajando en asuntos sin importancia. Parecía que nadie había leído la nota que Luis casi sabía de memoria y que dejaba las pistas muy claras para acercarse al que había mandado a meter dos balas en la cabeza de Closas y quemado su auto.
Escuchó arrancar el Escort último modelo que tenía su padre y se concentró nuevamente en la hoja en blanco. Nada se le ocurría… escuchó el sonido de una frenada…
Luis se levantó rápidamente y corrió hacia la ventana. Se asomó.
El auto de su padre había chocado en la esquina. El Escort estaba parado en el medio del cruce, interceptado por otros dos autos que le cortaban el paso. Luis podía ver la ventanilla del lado del acompañante, en el que iba su madre. Al lado estaba un Taunus negro, que tenía los paragolpes hundidos en la puerta trasera del Escort. Otro Taunus negro aplastaba la parte delantera del auto. Escuchó gritar a su padre y al dirigir la vista hacia el auto se quedó congelado.
La cabeza de su madre había explotado salpicando de sangre el vidrio. Luis logró romper el hielo que retenía su cuerpo y corrió lo más rápido que pudo escaleras abajo. Abrió la puerta y salió a la calle, donde casi resbaló al pisar una mancha de aceite y tuvo que aferrarse al tacho de basura. Corrió hasta la esquina, donde uno de los Taunus aceleraba y el otro daba contra un palo de luz al dar marcha atrás. Los dos hombres que iban en éste tenían capuchas negras y Luis pudo ver el excitado brillo de sus ojos posándose sobre él. Luego el auto se enderezó y tomó velocidad para alejarse.
Luis se acercó al Escort.
El dolor tardó en llegar. Primero sólo se preguntó por qué no había escuchado los tiros… luego se acordó que existían los silenciadores. Vacío parte de la ira que crecía en su cuerpo dando una patada contra la puerta trasera. Sintió dolor pero no más del que golpeaba su pecho. Siguió dando patadas contra la carrocería del auto.
El viejo que vivía enfrente de su casa llegó corriendo y lo abrazó mientras gritaba a los otros vecinos que llamaran una ambulancia.
por Adrián Gastón Fares.