30. PÁRRAFOS MUERTOS.
El cementerio se eleva penumbroso y frío. El valle de la muerte. El lugar donde se espantan las miradas furtivas de las pocas personas que se atreven a dejar el pueblo en los días tristes y oscuros como éste y, hundiéndose en el negro que lacera la piel a cada paso, caminan sin rumbo hasta la conglomeración de tumbas que los llama con una hipnótica canción de paz.
Pocos se atreven a mirar más allá de las rejas que marcan la línea en la cual se separa lo vivo de lo muerto, lo compuesto de lo descompuesto. Pretenden mirar, pero al hacerlo se concentran en una imagen única y estática construida en su mente, en donde apagan, como si se tratara de un simple artefacto, el circuito que da energía a su imaginación.
La inscripción en letras de hierro puesta sobre el arco de la entrada reza:
CEMENTERIO DE MUNDO VIEJO
Dentro, extrañas gárgolas y sobrecogedores ángeles imploran al cielo desde los mausoleos, que forman interminables pasillos. Es en estas calles donde terminan todas las demás; autopistas, rutas y caminos nos deslizan lentamente a estos morbosos pasillos.
La congregación de tumbas y mausoleos produce una sensación claustrofóbica a cualquiera que se atreva a andar por los viejos senderos, plagados de placas marcadas con los epitafios de los antiguos moradores del pueblo. Una pastosa, casi sólida, sensación de desamparo y soledad está esperándonos en cada una de las esquinas.
El melancólico visitante disminuye el paso al tratar de ahuyentar sin fortuna a los danzarines y pegajosos fantasmas, que tienen como única misión recordarle que ésa será algún día su casa. Un pequeño fantasma blanco, parecido al típico de la sábana pero líquido, como si estuviera cubierto por leche, se acerca al oído del desdichado transeúnte y le murmura en el oído una sola palabra, señalándole el interior de un pequeño sepulcro: “Pútrido”, dice. “Él está podrido”, susurra con su resbaladiza, sibilante voz, y se esconde detrás de un gato gris que aparece desde la nada; una lápida. El hombre se acerca al mausoleo y conteniendo una lágrima, deja caer la otra y toca la placa con el nombre de su hermano grabado. Luego sigue caminando hasta desvanecerse en una curva.
A otro visitante le parece ser observado por alguien. Se da cuenta que es un ente que acerca su cabeza a las configuraciones vidriosas de las puertas de hierro de un mausoleo. Es un familiar, alguien que lo conoce. El hombre se acerca, ve las desaliñadas facciones del ser horrendo y escucha el repiquetear de sus largas uñas contra el vidrio. Se da cuenta que se equivocó. Éste no era su familiar, sino que era otro desdichado. Al darse cuenta de esto, espantado, apresura su paso.
El deformado ente golpea su cabeza contra el vidrio y se hunde aún más el cráneo, mientras una sustancia amarilla y gelatinosa sale de la nueva hendidura y se desliza por la puerta hasta el suelo de mármol de su recinto. Grita, de manera inaudible para el oído humano, y se deshace las uñas al rasgarlas con la pintura de la puerta. Luego se tranquiliza y piensa, mientras apoya contra el vidrio el único ojo que le queda y observa el camino por el que había aparecido el hombre.
“Por un momento”, se dice, “pensé que éste era mi padre”. Luego sigue llorando sangre.
Es tan sólo una de las personas muertas que escapan de sus ataúdes y se apoyan en los vidrios para esperar a sus familiares y amigos. Claro que pasan días y noches interminables hasta que algún ser humano dobla en una esquina y se adentra en la calle del cementerio donde su mausoleo se encuentra. En ese momento es cuando clava el único ojo que le queda en el visitante y, al darse cuenta de que éste no es el que pensaba, entonces se vuelve loco y solloza, mientras los fantasmas lechosos se burlan de su suerte.
Mientras el ente trata de tranquilizarse, piensa en los otros muertos que conoce, que, encerrados en mausoleos como el de él, pequeños y descoloridos, rompen sus podridos ataúdes y rasguñan con sus uñas las puertas, vidrios y cortinas. Acaso, ¿no está el viejo que espera a sus nietos todos los días y grita por las noches? Cerca, se encuentra la desconsolada madre que gime todas las noches pidiéndole a su marido, que sólo aparece los dieciséis de noviembre, que le traiga a su bebe para ver como ha crecido. Sin embargo, el más famoso de todos, recordado por las bromas que los fantasmas lechosos le juegan, es el joven amante que espera pacientemente que su amor camine por aquellos pasillos algún día; suspira vapores amarillos y de noche se hace el poeta escribiendo versos en las paredes de su mausoleo con sus propios jugos gástricos.
Al ente se le dibuja una sonrisa al acordarse del único que había logrado huir y hacer una visita sorpresa, por su cuenta, a sus familiares. Su nombre, Fernando Esperpento, es venerado por la comuna y su suerte fue imaginada por el único escritor local; Juan Cristóforo. Éste escribe cuentos y ensayos sobre su fosa, bajo un frondoso árbol que le da sombra a su achicharrada carne. Es afamado en el cementerio no sólo por literato, sino porque es el único de los que están bajo tierra que se atreve a salir. Su tarea es difícil, ya que mientras con un ojo mira lo que escribe, otea con el otro a la curva del pasillo por la que suelen aparecer los cuidadores. Cuando ve la sombra de alguno de éstos deslizarse, da un rápido salto a su fosa y en la oscuridad acomoda nuevamente la plancha de cemento; así disimula sus andares y aparenta que es un muerto decente. Luego, espera que los cuidadores pasen y vuelve al árbol. Cristóforo es misántropo, dicen las malas lenguas, y por eso prefiere vivir en aquel agujero a escaparse como Esperpento. No quiere ver más a sus amigos egoístas que le causaron la muerte.
El ente deja caer el recuerdo del escritor por una de las grietas de su cráneo y sonríe al mirar hacia la claraboya, por la que entra un rayo de luz que ilumina su deshilachada ropa. Sigue sonriendo mientras piensa que algún día él será como Esperpento; alcanzará aquel agujero y saldrá al mundo para visitar a su familia. ¿Qué dirían cuando lo vieran entrar?, se pregunta mientras su sonrisa se extiende como si fuera de plastilina.
Los muertos se acongojan los domingos, día de visita en el que los vivos desfilan cancheros por los pasillos. Ven flores coloridas y llamativas en manos de personas tan vivas y libres, y así es como la envidia y el resentimiento encuentra la razón de ser en algunos de ellos.
Ahora, permítanme sonreírles… sí, a ustedes que leen esto. Cómo todos sabemos, lo escrito anteriormente son inventos, mentiras que escribe una imaginación fermentada—fértiles hay demasiadas— en un típico verano húmedo y caluroso de la zona sur de Buenos Aires.
Los cementerios son sitios desolados y tristes donde reina la paz y ningún sentimiento, bueno o malo, aflora de esas viejas paredes. Sin embargo, y después de haber escrito el último párrafo, un irreverente pensamiento me domina y me dice que Cristóforo y los demás entes existen y los vuelvo a ver a todos reunidos, en Mundo Viejo, mientras me apeno por el ente que quiere alcanzar la claraboya y escapar. Un resumen:
Los cementerios son lugares que existen para lo que ya no existe. Y qué mejor lugar para Luis Marte dónde encontrarse consigo mismo.
por Adrián Gastón Fares.