28. Pueblo chico, casa grande.
La silueta se acercaba lentamente, llevando el cuerpo entre sus brazos.
La mano de la joven colgaba y se mecía en el aire al compás de los destartalados pasos de Garrafa.
La finca había ido creciendo delante de él en la última media hora, desde que había tomado el viejo camino. El camino serpenteaba a lo largo de zanjones para terminar en un callejón aparentemente sin salida. Sin embargo, el camino doblaba a la izquierda y se convertía en una pequeña senda bordeada de largos yuyos y dispersos arbustos. Garrafa caminaba conteniendo la respiración, ya que el aire fresco de la noche pampeana no impedía que el putrefacto olor que el cuerpo despedía se inmiscuyera en sus fosas nasales y le hiciera desear abandonarlo en el camino. Cada tanto, bajaba la cabeza, ponía los extremos de los labios hacia fuera, exhalaba, y reacomodaba en sus brazos el cuerpo de la chica. Odiaba lo que iba a hacer, pero si alguien tenía que hacer negocios con el cementerio, entonces el más indicado era él.
Su espalda era la que se había doblado tantas veces para clavar la punta de la pala en la tierra, su espíritu el que sufría en las noches de soledad en el medio del campo santo, y su vida entera había sido como una ofrenda a las almas de los muertos que moraban en el cementerio; sin embargo —la vida siempre tiene un puñado de estos sin-embargo—, los familiares de los cadáveres a los que él había dedicado su existencia no reconocían el sacrificado trabajo que había estado llevando a cabo para mantener lo que quedaba de la estirpe de todo aquel pueblo y continuar así con la labor desempeñada por su padre. Lo que llevaba en sus manos, el cuerpo de aquella joven, no era más que la muestra de que su paciencia había cedido y de que había puesto nuevas reglas en el estatuto de sus muertos.
Simplemente los trataría como si todavía estuvieran con vida. Si así fuera actuarían como sus familiares vivos; olvidándose de la labor del sepulturero de Mundo viejo. Se había cansado de que los habitantes del pueblo lo usaran y lo que estaba haciendo era una procesión dedicada a sí mismo en la que dejaba claro que, mientras él estuviera vivo, los cuerpos de los muertos le darían la merecida propina que nunca le habían dado en vida.
Lo único que ahora le molestaba era tener que ver el semblante de ese pálido tipo que se sombreaba los párpados, alargaba las pestañas como las mujeres y vestía siempre de negro. ¡¿Qué clase de payaso era ese gilún?!, se preguntaba Garrafa mientras cruzaba la cerca que llevaba a la mansión.
Sus ojos se perdieron entre el resplandor de las rosas que bajo los rayos de la luna reflejaban un tenue carmín, y luego se encontraron con extrañas plantas exóticas cuyos agobiantes perfumes llegaban hasta él por encima del olor que el cuerpo despedía. Garrafa empezó a caminar por un pasillo iluminado por dos faroles de una fuerte luz blanca. En este tramo insólitas flores amarillas y violetas desfilaban a la sombra de una exuberante enredadera que, decorada por arbustos de cuyas ramas colgaban como guirnaldas pequeños frutos rojos, formaba un pasaje que conducía hasta una bruñida puerta de ébano. En la mitad del pasillo, las flores violetas y amarillas eran suplantadas por amapolas rojas, cuyos pétalos se movían acariciados por el fuerte viento que había comenzado a soplar. Los pétalos desprendidos se lanzaban a la ventisca, y daban vueltas por el aire, pasando por delante de la nerviosa mirada de Garrafa. La cabeza de la joven colgaba del brazo de éste y una de las flores se posó en la pálida mejilla, donde quedó adherida. Cuando estaba ya cerca de la puerta, ésta se abrió lentamente.
Un joven pálido, de facciones afiladas, sonrió desde la sombra que producía el marco y lamió sus labios con su rosada lengua al posar los tristes ojos negros en el cadáver que Garrafa le ofrecía.
por Adrián Gastón Fares.