Suerte al zombi. 13. Jorge, Leonardo y Juan versus Olga y Chula.

3. JORGE, LEONARDO Y JUAN  VS.  OLGA Y CHULA.

 

La pelea había empezado en un boliche. Estaban en ese lugar porque uno de los amigos de Juan tenía una banda llamada Los Misteriosos, que tocaba antes de medianoche. Los Misteriosos ya había dado rienda suelta a su triste melodía y fueron reemplazados por un rabioso DJ.

Jorge y sus amigos se sentían extraños en aquel ambiente. Miraban con repulsión a los punks y darks; las chicas vestidas de negro y con cara de mala suerte nunca les habían caído bien y siempre habían preferido los boliches comúnmente conocidos como “caretas” a estos que atentaban contra lo que para éste trío era el alma de las salidas: diversión y tratar de ganar alguna mina. El hecho de que pocos bailaran iba en contra del objetivo principal de las salidas ya que las chicas escaseaban en la pista. Leonardo se expresó al respecto, gritando por encima de la música:

—¿Para qué mierda vienen acá estas minas? ¿Me van a decir que no les gusta una pija?

 Jorge se acomodó la remera ajustada que llevaba y habló mientras miraba a dos chicas de flequillo.

—¡Mirá esas stones!…, ¡qué asco!, parecen que les hubiera cagado un pajarito en las cabezas.

 Juan se rió.

 —Las stones siempre me dieron asco—dijo mientras arreglaba el embrollo que la acumulación de gel había perpetrado en su cabello.

Luego, después de dar sus opiniones de unas cuantas chicas y chicos que se habían animado a meterse en el desolado terreno llamado pista, Leonardo dijo:

—¡Mirá esa!—La mirada de todos se dirigió para un mismo lugar, donde una rubia expulsaba sus curvas al aire al lado de un grupo de amigas.

Leonardo dejó a sus amigos, se acercó al grupo de chicas y agarró con su mano a la de la rubia. La Rubia dio media vuelta y siguió contorneándose frente a Leonardo, que sonrió de satisfacción al advertir que sus dos amigos estaban mirando.

En realidad, lo que Jorge y Juan observaban eran a dos jóvenes que se acercaban empujando a las personas que estaban atrás de Leonardo. Lo que les llamó la atención de estos dos jóvenes, era que parecían estar muy borrachos, o muy drogados, no sabían distinguir, y que el más bajo trataba de detener al más alto, en cuyo rostro se evidenciaban intenciones no muy amigables con respecto a Leonardo. Juan se dio vuelta para encontrarse con su amigo Agustín, el cantante de la banda Los Misteriosos.

 —¿Leonardo tiene problemas con Chula y Olga?— preguntó Agustín mientras se llevaba un vaso de Piel de Iguana a su boca.

—Si esos dos son Chula y no sé qué, sí… ¿parece que le van a pegar, no?—dijo Juan tratando en vano de ganarle a la potencia del parlante que tenía cerca.

 —Van a tener que saltar por Leo— Agustín tomó otro trago—. Esos dos son unos hijos de puta. Son bravos… —Eructó— Chula pone buenos derechazos y el más bajito tira patadas por todos lados. Maxi y yo nos peleamos con ellos la semana pasada; a Maxi le quebraron el pulgar, por eso hoy vino Andrés. Siempre andan… ¡Eh!, ¡¿Qué haces?¡

Agustín trataba de hablar mientras una morena lo abrazaba y besaba.

Juan vio que el joven músico desaparecía, arrastrado por la impetuosa morena. El cantante, a diferencia de los otros de una banda, pensó Juan, siempre gana. O ganá más.

Miró hacia la pista donde Leonardo se estaba empujando con el más alto, Chula. El otro, Olga, trataba de calmar a Chula. Cada uno hacía su parte, porque todos, en el fondo, sabían donde iban a terminar.

Juan estaba pensando en intervenir cuando sintió la mano de Jorge que lo empujaba. Así, entre el estruendo musical, Juan se dio cuenta que la boca abierta de Jorge formaba una sola palabra: ¡Vamos!. Sólo se le ocurrió pensar que Jorge era el más valiente de los tres y se avergonzó por ello.

 Olga trataba de calmar a Chula, que seguía empujando con sus manos a Leonardo.

 —¡¿Qué te pasa?!—dijo Leonardo mientras veía la cara de Chula que lo enfrentaba.

  —¡La concha de tu madre!—dijo Chula, tirando su pelo largo para atrás y volviendo a empujar a Leonardo.

  —¡Dejalo! Nos van a sacar a patadas de vuelta, boludo—agregó Olga, metido en el medio de Leonardo y Chula.

 —¡El boludo se puso a bailar con La Rubia, Olga!—gritó Chula y trató de darle un cabezazo a Leonardo.

Mientras Juan y Jorge trataban de llegar a su amigo, Chula se liberó de Olga y dio un golpe a Leonardo en el estómago, diciendo:

—¡La concha de tu madre!

Jorge y Juan alcanzaron a Chula cuando su amigo caía en el suelo de la pista llevándose las dos manos al estómago. Jorge se acercó a Chula y le tiró un puñetazo directo al mentón, Olga vio que Juan se acercaba y le tiró una patada que se incrustó en sus genitales. El revuelo hizo acudir a los patovicas del lugar…

En fin, todos terminaron en la calle.

—¡Mátense afuera!—dijo un patovica de voz rasposa, y se metió dentro del boliche dejando al grupo en la desolada calle porteña.

Llovía. El boliche ya parecía un templo pagano, medio gótico para variar, no un boliche, lo que también parecía por la tarde antes de que la música empezara a resonar.

Jorge y sus amigos, Leonardo y Juan, debieron enfrentar los ojos revueltos e inyectados en sangre de Chula y los pequeños y perdidos de Olga.

El grupo de Jorge formó una línea que enfrentaba a la que habían tratado de formar sin éxito Chula y Olga. Chula tiraba su cabeza para atrás, tratando de acomodar su cabellera —que le llegaba a la cintura—, y sacó una navaja de uno de sus bolsillos. Al verla, los tres chicos se dieron cuenta que se estaban por meter en una nueva clase de experiencia en peleas, ya que ellos trataban de evitar estas situaciones y eran pocas las veces que se habían agarrado a trompadas.

Ver la navaja marcar un semicírculo cortando la llovizna, a los tres le dio dolor de estómago y un sudor frío corrió rápidamente por sus cuerpos, inmovilizándolos. Jorge rompió este hechizo; fue el primero que se lanzó a correr. Sus dos amigos no dudaron en seguirlo. Era valiente, pero también tenía algo de cerebro, por eso su valentía valía más.

Chula miró a Olga, que miraba embobado como los chicos se le escapaban. Olga tenía el pelo negro corto, con un peinado punk —bastante conservador; tan sólo sus pelos se erizaban como dientes de un rastrillo, el resto parecía medio sacado de contexto— y su cara era muy extraña. Sus ojos eran negros y no brillaban demasiado. Tenía cejas muy peludas y pelos en su fina nariz, a la que llevaba el dedo a cada rato, ya sea para rascarse o para hurgarla. Muy bajito y flaco, si no fuera tan bajo seguramente luciría desgarbado. Tenía pies planos que daban la sensación, junto con el movimiento extraño de sus ojos, de que nunca decidía que camino tomar. Remera roja de mangas largas estilo skater, pantalón negro ancho y desgastadas zapatillas blancas All Stars, eran su atuendo. La cosa que más apreciaba: el pequeño aro de River que tenía en su oreja izquierda, a la que llevaba cada rato su mano por superstición, ya que creía que lo ayudaba en momentos en que se encontraba confundido. Cómo en éste. ¿Qué hacer?…

¿Correr a esos chicos o no?… ¿Para qué correrlos?…

Sólo una cosa le vino a su mente. Metió sus manos en los bolsillos.

 —Tirame un porrito, Chula… —Olga revolvía con sus manos el bolsillo del pantalón—  … Se me…—Miró hacia la puerta del boliche, que vibraba con el retumbe de la música contenida—. ¡Hijos de puta!.

Chula señaló con su navaja a los tres que corrían a lo lejos. Era muy alto y llevaba el pelo por la cintura. Su piel, era muy pálida; su mirada, gatuna, fría y profunda, tanto que parecía simulada por sus quietos ojos azules. Casi no tenía cejas, ya que era lampiño y su nariz era fina y larga. Su boca, en contraposición a los ojos, parecía estar siempre sonriendo con malicia. Vestía una remera mangas largas que decía Sepultura, suelta, bastante coloreada, y  enfundaba sus interminables piernas en unos pantalones negros de cuero achupinados. Su cuerpo debía pesar solamente gracias a los colgantes y anillos que usaba.

 —¡Vamos, Olga!…¡Les voy a romper la cabeza!—dijo Chula.

 —¡Vamos a sacarle todo lo que tengan a esos conchetos!—aportó Olga, los consideraba más chetos que ellos por como vestían y se peinaban aunque ellos, Chula y Olga, habían nacido en un barrio, y en un contexto, en general, mucho más privilegiado que los que odiaban y los que estaban determinados a perseguir hasta el fin.

Los dos corrieron hasta la esquina, donde doblaron para seguir a Jorge y a los otros dos.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

 

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