Suerte al zombi. 8. Contra el piso.

8. CONTRA EL PISO

Luis levantó la vista de su vientre y vio que los patovicas avanzaban hacia él. Caminó rápido, apartando a los curiosos, y llegó a la mesa donde había dejado su saco. Se sentó en la mesa y empezó a subirse los pantalones. Se metió la camisa dentro de estos, subió el cierre y ajustó el cinturón de hebilla. Agarró el saco y se lo estaba poniendo justo cuando las personas que lo rodeaban se apartaron y aparecieron los patovicas. Llegó a ponerse el saco.

Aterrizó en el piso de aquella calle con los dientes apretados, por instinto, ya que no sentía dolor, rompiéndose en su boca. Los puñetazos tirados contra su cuerpo por los guardias lo mantenían en el mismo lugar. Los dos patovicas se habían convertido en cuatro brazos sedientos de impacto que golpeaban y cuando retrocedían sólo lo hacían para darle envión al próximo golpe. Sin embargo, los golpes no le dolían a Luis, sus terminaciones nerviosas simplemente hacían caso omiso de aquel infierno. Cuando pudo levantarse, aferrándose con una mano del tobillo del grandulón pelado que no paraba de tirar puñetazos y dar patadas, miró hacia arriba y dejó que los golpes le siguieran desfigurando la cara. En algún momento deberían dejarlo en paz, se cansarían y lo dejarían tranquilo, pensó Luis mientras los huesos de su cara crujían.

La suya, en este momento, era una demostración de valentía estúpida e intentaba creer que sus nervios resucitarían con aquel maltrato. Al darse cuenta, luego de incontables golpes y magulladuras, de que sus nervios estaban tan muertos como la mayoría de las partes de su cuerpo, se dejó caer y recibió los últimos golpes.

Los patovicas se cansaron, lo escupieron y se retiraron siendo tocados por las primeras gotas de la lluvia que había empezado a caer en aquella madrugada. Luis vio como se metían nuevamente adentro de “La Esquina del Sol”. Observó todo a través de su ojo izquierdo —el derecho tenía demasiada sangre—, su mejilla apoyada contra el sucio mosaico que forraba el suelo. Las gotas habían empezado a gotearle por la cara y se llevaban en su caída pedazos de piel mezclados con sangre. Algunos mechones de su pelo se desprendían y deslizaban hasta el piso. La descomposición de su cuerpo, por alguna razón, había empezado a acelerarse.

Y así; con un solo ojo abierto, mirando hacia la cortina de lluvia, con la cara pegada al pavimento, fue como pasó unos cuantos minutos de aquella noche. Sin pestañear ni mover alguna parte de su cuerpo. Luego de media hora, blandos insectos empezaron a treparse por su cuerpo.

Buscó bronca, algo que lo moviera.

Luis vio por ese único ojo a un gusanito blanco que se acercaba y subía por su nariz. Era pequeño y no llegó a asustarlo porque no le prestó mucha atención. Aunque veía algunos puntos blancos que se subían a su cara, se perdió en divagaciones acerca de la constancia de la niebla, de la apretada lluvia y por un momento volvió a estar realmente muerto, como estaba en el velatorio antes que su propia risa lo despertara.

Es extraño como nos desmoronamos para siempre, como ya todo se vuelve campo minado, como si entráramos a un pueblo brumoso lleno de recuerdos buenos y malos, pero los recuerdos malos son como edificios altos y oscuros que incluso se ven a través de la niebla; en cambio, los buenos recuerdos son transparentes, inaccesibles a la mirada más atenta, aunque tal vez no estén tan lejos, hay que tratar de dar con ellos otra vez, tentar con los brazos estirados.

Pero sólo veo los malos a través del tupido aire y su altura pide desafío. Que me levante. Para enfrentarlos.

Fue por estos pensamientos que no pudo ver a los demás gusanos que salían de una rejilla del subterráneo que estaba cerca. Estos eran muy grandes, casi como un dedo gordo, y se deslizaban lentamente hacia su cuerpo, en una fina línea recta. No les importaba que las gotas de lluvia los bañaran, simplemente tenían un objetivo y querían cumplirlo a toda costa.

Más tarde, el ojo de Luis volvió a pestañear, sus piernas se movieron y sus manos se apoyaron en el mosaico. Iba a levantarse.

Lentamente lo hizo. Por suerte ningún hueso estaba roto. Parecían articularse perfectamente. Bueno, era un chico bastante duro para los golpes… y balas, ¿no?

Dio un paso, movió la cabeza y vio cómo una docena de pequeños gusanos caían al piso, se retorcían y comenzaban a arrastrarse; se dirigían hacia la rejilla en un ordenado éxodo. Luis se dijo que hacía un momento ésa no debía de ser la dirección en la que avanzaban. Luego dio otro paso y se olvidó de los gusanos.

Bajo la persistente llovizna, Luis Marte empezó una lenta caminata y se alejó de aquel lugar.

por Adrián Gastón Fares

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