Lo poco que queda de nosotros. VI.

Cruzaron Santiago del Estero y dieron con la puerta de Avenida de Mayo del edificio que quería encontrar la niña calva. El Barolo, que había sabido ser el edificio más alto de la ciudad, hasta que construyeron el Kavanagh, con toda su testarudez y su magnanimidad de edificio simbólico de Buenos Aires, se elevaba impertérrito, como si no le importara mucho más de la ciudad que tenía a sus pies.

Dentro, se separaron en el hall y miraron hacia la colmena del vientre del edificio. La niña calva se acercó al puesto de venta de memorabilia y miró su reflejo en el cristal del escaparate. Por su lado, el hombre de bata observó los dragones que se alzaban sobre su cabeza, recordaba que una visita guiada con su novia le habían dicho que era un macho y una hembra.

La niña calva giró su cuerpo y señaló con el mentón una de las escaleras. Subieron. Los descansos parecían estar tan vacíos como el resto del edificio. La letra mata, el espíritu vivifica, decía una inscripción en latín. Las jaulas de los ascensores eran intimidantes, como si fueran jaulas de verdad y albergaran dentro el puño invisible de la sociedad, un fantasma que era demasiado grande para capturar con la mirada humana.

Mientras subía las escaleras, a veces dándose vuelta para mirar el ciempiés pardo que tenía de cicatriz en la cabeza la niña calva, recordaba también que aquel edificio era una representación arquitectónica de la Divina Comedia. No sabía si estaba en el Purgatorio o en el Infierno, el Paraíso no podía ser y seguro estaba más arriba, en ese faro desde el que había mirado gran parte de la ciudad en esa visita anterior. La visita había sido poco antes de la lesión que lo había alejado de las canchas y de la vida. La niña calva iba recordando, a su vez, que su padre le había dicho que los arquitectos de Buenos Aires habían terminado la mayoría mal. La secretaria, que estaba presente en ese momento, le había retrucado que nadie terminaba bien en Buenos Aires. Y su padre le había contestado que terminar bien o mal era una interpretación. Había ocurrido en un pasado donde su padre tenía una mano apoyada en la madera oscura del escritorio de su oficina, al que la niña calva estaba guiando al hombre de bata a través del vientre de ese edificio vetusto. En ese pasado la niña calva era más niña y le había preguntado al padre si por eso su hermano estaba como estaba. La secretaria se había adelantado para responder que el hijo del Señor Cleoco, Shots, estaba bien cuidado. Y su padre, ligeramente molesto, había agregado que Shots iba a recibir todos los cuidados necesarios para que su discapacidad no fuera una molestia. Para la niña calva la discapacidad de Shots, su hermano, no era una molestia, era algo en lo que no podía pensar mucho. Por eso el padre y la secretaria cambiaron de tema. La niña calva por la noche dormía con una linterna debajo de la almohada por si su hermano se le daba por aparecerse de noche con su cara de luna llena repleta de cráteres y esa boca enorme, amarillenta, tan sucia y maloliente como podía ser la boca de alguien que hacía lo que hacía su hermano. Temblaba al recordar, y pasaba de largo por la habitación cada vez que debía levantarse para ir al baño en la noche. Iba al baño con tapones en el oído para no escuchar el ruido que hacía su hermano mientras comía lo que comía en el dormitorio de él. Shots. ¿Qué era Shots, su hermano?

Dejaron el último escalón de un tramo de la escalera y a la niña calva le dio vuelta el corazón en el pecho. Señaló lo que estaba observando al hombre de bata. La silueta de una  mujer mirando hacia el interior de una oficina detrás de una puerta de cristal. El hombre de bata apretó con fuerza la pistola y avanzó. La mujer seguía mirando hacia un costado. Debía estar muerta como los de afuera porque parecía estar petrificada. La niña calva, con un escalofrío que le recorrió la espalda de las raíces de la pelusa invisible que tenía por cabello, se acercó a observar a la joven capturada detrás del cristal.

No había moscas volando alrededor. No parecía estar pudriéndose, su tez era bien firme y su peinado eterno. Se parecía a la mujer de hierro del edificio que estaba enfrente del árbol gigante. Y había una razón, se dio cuenta la niña calva, la mujer que estaban mirando era una estatua ubicada encima de una biblioteca en la recepción de una de las oficinas del Barolo.

En la escalera, en el ala opuesta, había un hombre acompañado de una mujer diminuta. El hombre era gordo, enorme, macizo. Los cuatro se miraron y los dos extraños siguieron subiendo como si quisieran que fueran tras ellos.

¿Es él?

¿Quién?, preguntó la niña calva.

Tu papá.

No, mi papá es flaco.

Delgado, querrás decir.

Es flaco.

Más vale que se apuren dijo el eco de una voz grave que venía desde arriba. Sólo podía salir del pecho del hombre macizo. ¿Y quién sería la mujer diminuta? Ni el hombre de bata, ni la niña calva sabían quiénes eran. Sin embargo, los dos creían haberlos visto antes.

Siguieron subiendo y la niña calva se detuve frente a una oficina que decía Estudio de Abogacía Cleoco. La puerta estaba entreabierta. La recepción estaba vacía. La secretaria de su padre no estaba. El escritorio de ella estaba vacío. La niña calva, que se había adelantado al hombre de bata miró hacia el costado, donde estaba la oficina de su padre en ese pasillo en T, y se dirigió allí. El hombre de bata la perdió de vista. Apretó con más fuerza la pistola y avanzó por el pasillo, dobló donde había perdido de vista a la niña calva y cruzó la puerta de otra oficina con la puerta entreabierta.

Lo recibió un escritorio de madera cara, lustrosa, con arabescos y pisapapeles que parecían ser una copia de los dragones macho y hembra que había en la entrada del edificio. Eran dorados y brillaban, al costado había también el pequeño busto de prócer. La oficina estaba bañada en la luz amarillenta que entraba por la persiana americana color crema de la ventana que estaba detrás del escritorio. Una silla giratoria apuntaba a la persiana. Se veía el pelo negro engominado de un hombre que daba la espalda. La cabeza reposaba en el apoyacabezas de la silla. El hombre de bata no podía ver la frente, por lo tanto no sabía si ese hombre, que no era el gordo que había visto abajo, estaba vivo o muerto. Pensó que debía ser el padre de la niña. Tosió, esperando que la silla giratoria se moviera. Pero nada. ¿Dónde estaba la niña calva?, se preguntó el hombre de bata.

En eso pensaba cuando la niña calva apareció como un rayo desde su costado y dando un chillido salvaje le quitó la pistola.

por Adrián Gastón Fares

 

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