Mientras caminaban por la Avenida de Mayo y dejaban atrás al grupo de turistas pútridos, los dos sobrevivientes sintieron hambre. El hombre de bata le tiró unas Pringles a la niña calva. Ella se fijó en la etiqueta, de queso, decía, las abrió y comenzó a masticarlas. Se detuve frente a una heladería, sabiendo que el helado estaba descongelado dentro de las heladeras. Era triste. La tristeza se estiraba hasta que la niña calva se llevaba otra papa frita a la boca. La alegraba comer esa porquería. Sabía que era una porquería porque sus padres le tenían prohibido comerla. De repente, la niña calva, extrañó a su amiga, esa chica con la que iba a comer helados a Burger King. Su amiga, que se llamaba Ema, siempre llevaba puesta una remera de The Walking Dead. Ella nunca había visto la serie. No hacía falta porque su amiga se la había contado. Su amiga decía que su padre, que era psicólogo, decía que la serie era muy útil para explicarles cómo funcionaba la sociedad a sus alumnos de la facultad. Ninguna de las dos entendía por qué. Le parecía que el padre de su amiga estaba un poco loco. Más que el suyo. Y eso era ya mucho decir.
Cuando la niña calva se dio vuelta, el hombre de bata estaba arrojándose a la boca cereales de una caja que recíen había abierto.
¿Tiene pasas?
Sí.
Pasame el otro.
El hombre de bata le tiró la caja de los cereales rosados. La niña calva arrojó el paquete de Pringles y se abocó a devorarlos.
Siguieron caminando. En una esquina había una policía de tránsito. Como estaba en el medio de la calle, los cables de tensión habían hecho que la acumulación de palomas sobre su cabeza atrajeran un montón de cagadas sobre sus hombros y cabellos. La policía de tránsito parecía el hombre de las nieves. Estalactitas blancas de cagadas. Todavía respiraba y parecía alimentarse de las moscas que atraía la deposición de las aves. La niña calva la miró con pena. No había nada que hacer. La boca, como la del hombre de portafolio, se cerraba cada tanto, como si fuera una planta carnívora, sobre las moscas y mosquitos que rondaban. Daba asco. Pero la niña calva no podía permitirse pedirle al hombre de bata la pistola. Sabía que la necesitaría más adelante y pedírsela ahora para terminar con el sufrimiento de esa mujer sería un claro signo de que tramaba algo. Su padre afirmaba cuando miraba los partidos que los futbolistas de ahora eran menos hábiles pero también menos estúpidos que los de antes. Así que sabía que el hombre de bata no era un hombre de las cavernas por jugar al fútbol. Es más, ella también jugaba al fúbtol y sabía que para jugar bien había que tener la cancha en la cabeza. Cuánto más grande era la cancha más complicado era. Como cualquier otra cosa en la vida.
Ema también le había enseñado que lo que movía al ser humano era el poder. Su padre psicólogo decía eso. Y ellas dos habían llegado a la conclusión de que había un poder malo y otro bueno. Y aunque todavía no sabían mucho de sexo, más allá de algunos besos furtivos con los compañeros, las dos sabían que también el deseo era comandado por el poder. Lo mismo sabían los compañeros del colegio semi católico donde iban. Era como una intuición que se aprendía de alguna forma u otra.
La niña se dio vuelta. El mosquito no estaba más.
¿Me querés decir dónde fue Mateo?
¿Mateo?
El mosquito.
El hombre de bata frunció los labios. Era obvio que le había cortado el hilo.
¿Vos me alejaste a Mateo?
¿Vos llamabas Mateo a esa cosa horrible que podía comerte en cualquiera momento, sacarte los ojos como hizo con el viejo ese?
Sí. Era mi mascota. Mateo.
Bueno. Tenés que buscar otra.
La niña calva asintió. ¿Quién era ese tipo que le había tocado de acompañante en el fin del mundo? Un futbolista. Justo. Ella quería ser bióloga. ¿Qué la unía a un futbolista más allá de algunas coordenadas que había que tener en cuenta cuando una jugaba? La vida no era un juego. Mejor llevarle la corriente.
¿Y tus hijos?
¿Tan viejo parezco? No tengo hijos. Un gato nada más.
¿Cómo se llama?
Motor.
Lindo nombre para un gato.
¿Y a vos te gusta alguno del colegio?
¿Algún qué?
Algún compañero.
¿Si me gusta?
Sí. A mí a tu edad me gustaba una.
A la niña calva se le cruzaron algunas nubes en la mirada. No estaban en el cielo. Así que el hombre de bata, que no era tan estúpido, se dio cuenta que alguno le gustaba.
No.
¿No hablás más con uno que con otro?
No. Pero hay un chino que me hace reir.
¿Un chino?
Sí.
Seguían avanzando por Avenida de Mayo, el hombre de bata quería llegar al Barolo, aunque sabía que debía dirigirse a zona sur a buscar a su novia, pero no quería saber nada con el tema; le había parecido raro que no estuviera en el hospital. Sentía en el pecho algo muy raro cuando pensaba en ella. Era como si tuviera un Alien y le estuviera por salir del pecho. Pero esa imagen que en la película tenía nombre era una sensación que no podía nombrar. ¿Qué podía hacer con eso que en cualquier momento iba a salir de su pecho pero que no sabía nombrar?
Tenía que seguir a la niña calva, porque tal vez ella, como el director técnico, tuviera la respuesta. Y tenía que mantener la pistola alejada de ella, porque no sabía muy bien para qué quería usarla. Ninguno de los dos. ¿Ella había dicho que estaba poseída? Tal vez lo estuviera. Su novia creía en esas cosas.
Una vez le había dicho que en la casa de Banfield el agua salía de la rejilla porque un espíritu la expulsaba. También su novia creía que en el baño había un fantasma. Energías, cosas así, que se activaban más que nada cuando él perdía algún partido y su sueldo parecía peligrar. El fantasma que vivía en el baño tenía una amistad con la madre de su novia, que parecía promover las creencias fantasmales de su hija. Hasta le había puesto nombre al fantasma que vivía en el baño de su casa. Barleta.
El fantasma de Barleta era bastante insidioso y era capaz de derramar el agua de las alcantarillas, no era el pelo de su hija que se caía porque comía poco y nada para mantener la figura; era el fantasma de Barleta. Al hombre de bata le hubiera gustado que el fantasma de Barleta apareciera delante de él. Le hubiera gustado presentarle el fantasma de Barleta a la niña calva. Pero esa cosa estaba en Banfield. En su baño. Y en su debido momento, cuando ya hubiera cumplido con lo que esa niña le había pedido, iba a tratar de que lo acompañara a buscar a su novia. Y ahí se iban a encontrar, quieran o no, pensaba él, con Barleta. Tal vez la pistola sirviera para eso.
La niña calva se reía.
¿Qué es lo gracioso?
El chino dice que su papá mató a un loro.
¿Mató al loro?
Sí, tenía un loro y el papá un día se enojó porque el loro gritaba mucho y le clavó un cuchillo.
Pero estaba loco ese chino.
Dijo que también mató a la hermana.
¿A la hermana?
Dice que le nació una hermana al chino y ese día el padre la mató, porque no quería tener una hija.
El hombre de bata se reía porque no sabía si era verdad o mentira lo que contaba la niña calva y no sabía cómo reaccionar.
Ese chinito es muy mentiroso.
Dice que es verdad.
¿Lo del loro y la hermana?
Sí.
Entonces el padre es un asesino.
Es un loco.
¿El papá?
Sí, es loco.
Son inventos.
La niña calva se quedó con la mirada perdida, ahora sus ojos estaban clavados en el pasado, en el chino y los cuentos que le contaba en el aula del colegio.
De repente, una bandada de palomas cruzó el cielo formando una especie de V.
¿Ahí queda el edificio, no?
¿Dónde? ¿Qué edificio?
Donde trabaja mi papá.
¿El Barolo?
El hombre de bata no contestó. Tenía ganas de llegar de una vez por todas a ese edificio oscuro. Iba a estar vacío y el padre de la niña podrido y entonces, ¿qué? Iba a tener que consolarla. Abrazarla.
Si no quedaba nadie más en el mundo, iba a tener que criarla. Era una cargada del destino. Ahora que ya no habían partidos donde una niña lo pudiera ver jugar, ahora cuando su novia se había esfumado, de repente le habían dejado una niña a su cargo. Cualquier otra hubiera servido antes. Los dos, su novia y él se hubieran arreglado para formar un nido, hacerla crecer, mimarla, ilusionarla, pero ahora estaba sólo, y al mirarse en el reflejo en un vidrio de un zapatero cuyos huesos estaban amontonados en el banco casi en el borde de la acera, notó que su mirada era la de un niño. Mayor que la niña, pero la diferencia no era tan grande.
Está hecho polvo, dijo la niña calva.
El hombre de bata, con los ojos clavados en el espejito, no agregó nada.
por Adrián Gastón Fares