La niña calva y el hombre de bata caminaron por Cerrito. El hombre de bata había elegido el camino más largo hacia el Barolo a propósito; luego deberían doblar en Avenida de Mayo. Quería inspeccionar la zona. Había estado casi dos años en coma en el Sanatorio. Las piernas le pesaban. Los brazos le dolían. Pero su cerebro parecía funcionar bien.
Su interés estaba puesto ahora en observar al mundo otra vez. En cambio, el interés de la niña calva era ir a buscar a su padre. Todo se había invertido. Para ella, era su padre el que debió haberla ido a ver antes que la operaran. Esperaba que fuera a ver su cuerpo muerto porque no tenía fe en que la operación saliera bien. No era tonta. Sin embargo, ahora era ella la que casi dirigía la expedición al estudio de Abogados donde trabajaba su padre. Quería demostrarle que estaba viva. Quería decirle que lo que había destruído a ella no la había afectado. Era una doble ganadora.
El hombre de bata recordaba que había tenido alguna vida, había sido futbolista, le llegaban esas imágenes, jugaba para Lanús, lo habían lesionado en la cabeza en un partido contra Banfield, Apolonio, uno de los mejores jugadores de ese equipo. Le asombraba que la niña calva no lo reconociera porque era bastante famoso antes de terminar en el Sanatorio. ¿Dónde estaría su novia?, pensaba. ¿Por qué no estaba en el Sanatorio cuando despertó del coma?
La niña le señaló a las personas que estaban sentadas en esos bancos de cemento que parecen de cuero, parecían ser una estatua. ¿Parece Olmedo no?, le preguntó el hombre de bata. La niña calva no sabía quién era Olmedo.
¿Quién era Olmedo?, preguntó la niña.
Un cómico argentino.
¿Cómo German Garmendia?
No sé quién es German Garmendia, pero no suena argentino.
Yo no sé quién es Olmedo.
No viste la estatua esa en la esquina, sobre Corrientes.
¿La estatua de esos dos viejos?
Uno de esos viejos es Olmedo, el otro no me acuerdo el nombre.
Ni idea.
El hombre de bata trató de explicarle que esa mujer que estaba sentada en un banco parecía otra estatua igual a las que estaban diseminadas por la calle Corrientes, una estatua grisácea, con la tez cuarteada, los huesos casi apareciendo entre la carne. Se acercaron. La niña retrocedió. La mujer parecía estar pudriéndose. A su lado había un montículo que parecía ser una pequeña pirámede negra. Pero la pirámede negra tenía cara de niña, y lo negra era su cuerpo. Debía ser una niña de tres o cuatro años. La niña giró rápidamente para no observar. De la pirámede negra salía un hilo que tenía atado un globo en forma de corazón que una vez había tenido gas y estaba aplastado en el piso. La niña casi rompe a llorar. El hombre de bata soplo a la pirámede negra. El polvo voló, los dientes de lo que había sido una niña se deshacieron en el aire, juntándose con el resto de las escaras y el polvo que volaban en ese mediodía.
Lo raro era que no estaba llena la calle de personas. El hombre de bata pensó que debían estar en otro lugar. Lo que quedaba era el resto de algunas, las que habían muerto y las que no también. Las que no habían muerto estaban cerca de los árboles, con un perro famélico tirando de una soga una joven, por ejemplo. La joven estaba flaca, raquítica, la remera sucia, los ojos casi saliéndose de la cara que más parecía una calavera. El estómago retraído, pechos inexistentes, los brazos como ramas secas a punto de partirse. Es más, a diferencia de la mujer muerta, el hombre de bata le dijo a la niña calva que no se acercara a la joven.
El perro, un bulldog francés, tiraba de la correa y ladraba enloquecido por el hambre. Los ladridos eran tenues porque el animal estaba famélico y necesitaba alimentarse. Tiraba dentelladas al aire comiendo las moscas que volaban entre las escaras grisáceas. No había heces alrededor porque se veía que el perro al no comer no cagaba. Alguien le había dejado un tarro con agua, lo que quería decir que no eran los únicos.
De hecho a lo lejos, cruzando los carriles de los colectivos, del otro lado de la 9 de Julio, cada tanto observaban a personas con camisones blancos, otros que parecían haberse escapado de instituciones, hospitales, pero que rápidamente se subían a algún auto estacionado y desaparecían. No había mucho que hacer. Pasaban tan pocos autos que cuando un colectivo se detuvo y abrió la puerta, manejado por un viejo de uniforme médico celeste y bufanda roja, se asustaron mucho.
El viejo de bufanda les preguntó si sabían algo de la enfermedad.
¿De qué enfermedad?, preguntó la niña calva.
La del árbol gigante y frondoso.
¿El árbol gigante y qué?, pregunto el hombre de bata.
Frondoso, ¿sos sordo?
Que yo sepa no, pero no conozco esa…
El viejo de bufanda se quedó mirando al hombre de bata.
¿Pero vos no sos el que hizo mierda Apolonio?
El hombre de bata se dio vuelta. No le gustaba que la primer persona que lo reconociera luego de despertar le dijera eso.
Te apoyo pichón, tu novia hizo cualquiera, te cagó mal, vos quedaste en coma y ella ahí de joda con tu amigo.
Sin darse vuelta el hombre de bata dijo:
No tengo amigos en el fúbtol. Son compañeros. Compañeros, señor. Más respeto no soy un bruto, soy un jugador del deporte más importante del mundo.
Gran deporte, pichón. ¿Y esa nena?
No sé, estábamos en el mismo Sanatorio.
¿Quieren que los alcance? ¿O sea que no vieron el árbol gigante y frondoso?
No, los únicos árboles que vimos son estos.
Los jacarandas y las tipas de la avenida estaban repletos de pájaros carroñeros, caranchos, aguiluchos, y otros que el hombre de bata no supo reconocer.
Es un árbol tan lindo el que yo digo, contestó el hombre de bufanda roja, pero tan malo.
¿Lindo y malo?, preguntó la niña calva.
¿No quieren que los acerquen donde van? ¡¿A dónde van?!
A buscar a mi padre.
El padre no se quedó cuando la operaban, explicó el hombre de bata al hombre de bufanda señalando los puntos en la cabeza de la niña calva.
El hombre de bufanda negó con la cabeza.
¿Adónde van?, volvió a preguntar.
Al Barolo.
Suban, vamos. Pero después me tienen que acompañar a ver al árbol gigante y frondoso.
Bueno, dijo la niña calva tomando de la mano al hombre de bata y subiéndolo casi a la fuerza al vehículo conducido por el viejo.
por Adrián Gastón Fares
2019 Todos los derechos reservados.