Bajo la manta

En un apartamento de dos ambientes, dos hombres están de pie frente a un pequeño cuadro. Es un cuadro abstracto, extravagante y tenebroso. En realidad, parece un oscuro arácnido aplastado contra el lienzo. Pero no existen arañas tan grandes.

Jorge, que parece tener unos cuarenta años, se toca la barba. Marcelo, que es un poco más joven,  observa el retrato con las manos cruzadas detrás de su espalda. Los dos visten  trajes negros. Jorge usa anteojos y Marcelo es un hombre de pelo crespo. Jorge niega con la cabeza

–Y decía que era el retrato de Laura.

–Parece un gargajo gigante–comenta Marclo.

–Para Iván no, siempre me dijo que lo pintó mientras Laura modelada, decía que si se miraba bien ella estaba ahí–dice Jorge.

–Sabés qué–dice Marcelo–teníamos que haber sospechado que se iba a volar los sesos… Un tipo que pensaba todo al revés.

Jorge está preocupado. Mira su reloj.

–¿Será puntual esta Laura?

Se miran entre ellos, esparciendo de vez en cuando su mirada por los trazos finos y negros del cuadro, como si esperaran que algo cambiase y eso los entretuviera. Entonces suena el timbre.

Marcelo sale por una puerta. Jorge se da vuelta y se alisa el pelo.

Entra Laura. Se pone a mirar el cuadro, suspira. Detrás está Jorge con una sonrisa bastante ladina. Laura, afectada, pregunta.

–¿Tenía que ser acá?

Jorge abre su saco y señala una carta escondida en el bolsillo interior. La toma y se la pasa a Laura. Ella la lee caminando lentamente mientras los dos hombres tienen clavada la mirada en el suelo.

Laura deja la carta sobre un cenicero que está en la mesa que también tiene un velador de pantalla de cristal color crema. Laura mira seriamente a los dos hombres. Marcelo, impaciente, dice:

–Su último capricho.

Laura mira la carta en el cenicero. Busca detrás de los dos hombres. Debajo de los rieles que sostienen una cortina mustia, descolorida, apenas separado, está ubicado un caballete con un cuadro que está tapado con una manta blanca. Laura camina hasta el caballete. Las miradas de los dos hombres la siguen. Va tocar la manta cuando Jorge da un paso.

–Nos mandó otra carta diciendo que nos fijemos que se cumplan sus condiciones en demostración de nuestra amistad y que no te contemos el propósito de la reunión hasta que llegaras.

–Vos leíste bien. Tenés que quedarte hasta las doce de la noche sola en esta habitación–agrega Marcelo– y cuando ese reloj –. Señala un reloj cuyas manecillas dan vuelta alrededor de la Torre Eiffel– dé las doce te acercás y sacás la manta.

Laura mira el suelo, gira y da la espalda a los hombres.

–Queda en vos, Laura, cumplir o no con la espera. Nosotros vamos a estar en la cocina. Dejá tus cosas por ahí, ponete cómoda–dice Jorge.

–Me voy a poner la alarma del celular así no tengo que estar mirando ese reloj todo el tiempo.–agrega Laura

–Perfecto–contesta Marcelo.

El reloj colgado en la pared marca las nueve y veinte de la noche.

Jorge y Marcelo se dirigen a la puerta y salen a la cocina. Antes de salir, Marcelo mira hacia atrás, a Laura, con una mezcla de bronca y pena. Laura le devuelve una mirada acongojada. Jorge cierra la puerta. Sonríe. Marcelo está molesto.

Dentro de la habitación, Laura deja su bolso sobre una silla antigua. Deja caer su abrigo sobre el piso de madera. Se da vuelta y enfrenta al cuadro oculto tras el caballete. Temerosa, no sabe si acercarse o no. Da dos pasos hacia el cuadro y vuelve a su posición inicial.

La sala de estar del apartamento tiene una mesa pequeña y un sillón cerca de la puerta de entrada. Frente al sillón hay una librería con varios estantes. Están casi todos vacíos, como si hubieran retirado los libros. En uno de los estantes hay una botella de whisky, acomodada para que resalte, casi a la altura del sillón. En otro instante hay una foto del dueño del departamento, Iván, un joven flaco, con barba, que sonríe en frente a un cerro.

Frente al sillón, Marcelo y Jorge miran a su alrededor.

–Faltan cosas– comenta Jorge.

Los dos pasean sus miradas que convergen en la botella de whisky sobre el estante del mueble. La botella refleja a ellos dos acercándose hacia ella hasta que uno de ellos la toma.

–Qué atento este Iván– dice Marcelo.

–Mirá esto– dice Jorge.

Detrás de la botella hay una fotografía de Iván que tiene cortada la cabeza.

–Le falta la cabeza, ¿y?– dice Jorge.

–Se la cortó Iván. La última vez que lo vi dijo que la iba a desparramar por algún lugar de la casa.–agrega Marcelo

–¿La cabeza?–pregunta Jorge, que sonríe.– ¿Para qué?

–No me dijo nada más.

Jorge suspira.

–Siempre tenía que hacer algo para llamar la atención.–comenta.

–Y pegarse un tiro fue lo último.–dice Marcelo

–Pero eso lo hizo porque Laura lo dejó.

–Nadie se mata por una sola cosa, no lo sabés. No era eso. Si hasta quería dejarla él a ella.

–Es complicado.

En la otra habitación está Laura frente al cuadro tapado, mirándolo. Se acerca al cuadro que está colgado, su supuesto retrato, y baja la vista hasta el cenicero donde está la carta. Mira el retrato y luego al suelo, prende un cigarrillo, niega con la cabeza. Da una vuelta por la habitación y se detiene frente al reloj. Lo observa mientras exhala el humo. Baja la mirada hacia el cuadro tapado, gira y se acerca rápidamente.

Los dos hombres están en la cocina preparando café instantáneo.

–Me parte el estómago esa porquería–dice Jorge.

–Podría habernos dejado algo mejor para tomar.

–Creo que quería que tomáramos el whisky– dice Jorge señalando la mesita ratona sobre la que está la botella.

–Esto da claustrofobia–dice Jorge.

–Es más grande que el tuyo–dice Marcelo.

–Sí, pero este es claustrofóbico–repite Jorge.–El pasillo ese de entrada es tan largo. Parece esos pasillos de las pirámides.

–Tenía plata para estar en un lugar mejor, no sé por qué se quedó acá.

–Andá a saber.

Jorge revuelve el café y se lo pasa a Marcelo, que lo prueba.

–No está tan mal, eh.

Jorge toma el suyo. Los dos se miran. Se ríen.

–Todavía no sé qué hacemos acá–dice Jorge.

Marcelo asiente.

–Podíamos haber visto el cuadro y nos íbamos a la mierda– dice Jorge.

–¿Sabés lo que me preocupa a mí? Que Iván algún día sea conocido y esta anécdota de él se cuente. Ahí vamos a aparecer vos y yo, cumpliéndola. Si nos vamos y no le damos bola, puede ser que me pase toda la vida lamentándolo.

–¿Quién se va a acordar de Iván? ¡Por dios! Se cuentan anécdotas de artistas de verdad–dice Jorge.

–Sabés qué. Creo que la única manera de existir es en una anécdota. Todos los demás matices se pierden.

–Así que vos estás acá–dice Jorge– porque pensás que de acá a unos años alguien va a repetir frente a una posible audiencia, o en un libro, esta charla de café instantáneo.

Marcelo asiente, mirado por sobre el hombro de Jorge. Más allá de su amigo, más allá de las paredes.

–¿No tenés esa sensación de estar en todo momento siendo observado? Como si ahora se esté contando el último deseo de Iván, como si nos estuvieran escribiendo, o mirando.

Los dos miran hacia puntos opuestos de la habitación. Luego, Jorge mira con seriedad a su café. Revuelve el líquido negro, con casi nada de espuma.

Laura está acurrucada contra la pared opuesta al caballete. En sus ojos parecen reflejarse las agujas del reloj que está colgado en la pared. La cortina del ventanal de la habitación se mueve por el viento y deja ver la noche y algunas luces provenientes de los edificios cercanos. Laura transpira y niega con la cabeza. Se ovilla en el vértice y queda tirada respirando de manera entrecortada.

Mientras tanto, Jorge y Marcelo están sentados en el sillón de dos plazas de la pequeña sala de estar. Cambiaron el café por el whisky y tienen dos vasos a medio llenar en sus manos.

–Siempre fue efectista–dice Marcelo– Es entendible lo que se propuso para Laura.

Jorge bebe.

–Una hora, dice, un color, un pedo desparramado por el ambiente, podían cambiar para él la percepción de su obra–comenta Jorge.

–Con determinada atmósfera–agrega Marcelo– o brillo de luz se ve algo que de otra manera pasa desapercibido.

–Ahora, ¿qué ganó con todo eso?–pregunta Jorge– Murió igual de tarado que en la secundaria. Solo. Tacaño. Mirá esta casa. ¿Qué mierda hacía con lo que ganaba?

La sala de estar es tan despojada como el taller donde está el caballete con el cuadro de Iván. Tanto que en esa habitación, Laura parece enorme, un estorbo, algo que el cuadro con su manta parece querer sacarse de encima. Ella logra arrastrarse hasta quedar debajo del mismo y lo mira desde abajo, como si de lo que estuviera bajo la manta dependiera su vida.

Marcelo sigue perorando en la sala de estar, mientras se lleva el vaso a la boca.

–Era bastante abandonado.

–Ingenuo, no le conocí ni a una mina que no lo engañara.

Los dos miran al retrato de Iván con la cabeza cortada.

–Él también hacía de las suyas, qué querés. Salió con minas tan lindas. Nunca salí con una que fuera lo mitad de linda que las de él–dice Marcelo

–Y encima inteligentes–agrega Jorge.

–Inteligentes. Es un poco injusto decir que todas lo engañaban, no lo engañaban con otros, era otro tipo de engaño, estaban con él cuando le iba bien y si no vendía algún cuadro o algo así se mandaban a mudar con cualquier boludo.

–Y sí, tenés razón. Por qué no brindamos por él–dice Jorge, que ya parece un poco aburrido de hablar de su amigo muerto.

–Por Iván–dice Marcelo

–Dale

Los dos ríen hasta que les duelen las costillas.

Chocan los vasos y siguen bebiendo.

El reloj con la torre Eiffel, en la habitación del cuadro, marca las doce menos cuarto. Laura llora en el piso, afligida, y se sorbe los mocos. Se levanta, camina hasta el cuadro que está colgado y lo derriba de una manotazo.

–Hijo de puta. Mi retrato–murmura.

Laura se ovilla otra vez contra la pared y sigue llorando.

Jorge y Marcelo siguen riendo en la sala de estar, bastante borrachos.

–Era un tipo complicado–dice Jorge– Veía a una mina y se enamoraba. Nunca le hablaba, la miraba y después pintaba. Decía que si le hablaba se iba a arrepentir. Después les terminaba  hablando y siempre se arrepentía. ¿Vale la pena sacrificar la vida por pintar?

Marcelo asiente.

–No sé, pienso que solamente era un tarado que le gustaba figurar.–dice Jorge

–¿Un egoísta?– agrega Marcelo.

–Tenía que hacer él el asado y si no lo hacía él salía mal. Después puteaba a todo el mundo. No entiendo por qué lo querían tanto. Me parece que nos envidiaba porque nosotros teníamos una vida común, simple. Te voy a contar una cosa… Yo me culié a María.

–Ya sabía–dice Marcelo.– Iván me lo dio a entender un día. Con esa mina se metió porque Laura no le daba ni la hora.

Suena el teléfono antiguo que está en la biblioteca. Los dos se callan y lo miran. Jorge estira la mano y atiende. Una voz de mujer joven habla por la línea.

–No, Iván no vive más acá.

Del otro lado dicen algo ininteligible y cortan.

En la otra habitación, Laura está durmiendo sobre el suelo, frente al cuadro tapado.

En la sala de estar, Marcelo mira su reloj.

–Ya estamos–dice.– Es la hora.

–¿Qué estará haciendo Laura? Te lo juro –baja la voz– tomo este trago y me la voy a garchar.

–No creo que le moleste a Iván. Tampoco creo que puedas–dice Marcelo.

–Bueno, me harté de esperar. Vamos a mirar el cuadro, para mí es una dedicatoria amorosa a Laura. Nosotros no tenemos nada que hacer acá.–dice Jorge.

Suena el timbre.

Marcelo y Jorge intercambian miradas. El primero se acerca a la puerta con una sonrisa atontada y alarga el cuello con curiosidad hacia la mirilla. Frunce el ceño.

–Preguntá quién es, boludo– dice Jorge.

Marcelo pega el ojo a la mirilla. Sonríe, se despega rápidamente y abre la puerta. Entra María, una morocha con minifalda de cuero, delgada, muy atractiva.

Marcelo abraza a María y Jorge sonríe desde el asiento.

–¿Cómo andán?–dice María. Mira a Jorge y su sonrisa se desarma.

María se acerca a Jorge y lo saluda con un beso en la mejilla. Jorge sigue sonriendo. La botella de whisky descansa sobre la mesa ratona. María deja sus cosas donde puede, se sienta y señala la botella.

–¿No me sirven?– pregunta.

Jorge se estira y le pone whisky en su vaso. Se lo pasa.

–¿Qué hacés acá?– pregunta Jorge..

A Marcelo se le escapa una risa histérica, nerviosa.

–Claro, ¿qué hacés aca?

María pega el chicle que saca de su boca debajo del sillón.

–Lo mismo que ustedes. ¿No sabían que yo venía?

–En la carta que nos mandó Iván no decía nada– dice Jorge.

–A mí me llegó una donde decía que había decidido matarse–comenta María con la mirada clavada en el piso– y que quería que ustedes dos y yo nos encontremos acá cuando él ya no estuviese vivo. Este día, esta hora.

–¿Y no hiciste nada?

–No, no pensé que se fuera a matar.

–¿Y no te dijo lo de Laura?

–¿También se mató esa?– dice María levantando la mirada con esperanza.

Marcelo ríe. Jorge niega con la cabeza.

–Nos puso en la carta que teníamos que lograr que Laura viera su último cuadro a las doce de la noche de este día.

María señala la puerta que da a la otra habitación.

–¿Está encerrada ahí?

Marcelo asiente con la cabeza mientras María lo mira, incrédula.

–Esa zorra. Y no me lo quería mostrar a mí. Sólo que viniera a las once y media para que lo recordemos. ¿Ustedes le pidieron la llave al portero?

Los dos asienten.

–Decía que ustedes me esperarían y que este encuentro acá iba a ser como su velorio.

–Qué simpático–comenta Marcelo

–Algo parecido decía la carta que nos mandó a nosotros. Además de lo de Laura–dice Jorge.

–Lo quise tanto –dice María– no entiendo como no quiere que yo vea el cuadro, debía estar loco. Voy a vender el cuadro que me regaló, me impresiona. No lo puedo mirar en mi casa. Me deprime –María se queda pensando– Me da eso a mí y quiere que Laura vea su último cuadro.

Jorge acerca la cabeza a la de María.

–Yo digo que lo veamos, todos–sugiere Jorge.

–Después de todo yo era la novia– agrega María.

–Y nosotros sus mejores amigos– dice Marcelo.

–¿Ya lo vio Laura dijeron?–pregunta María.

–No, ahora lo va a descubrir. Está tapado.

Los tres miran el suelo sin saber qué hacer.

María desliza lentamente su mano y la posa sobre la de Jorge. Empieza a sonar la alarma del celular de Laura. Todos se levantan. La botella de whisky cae, no se dan cuenta pero en la base está pegada la cabeza de Iván, la que faltaba en uno de sus retratos fotográficos.

En la otra habitación, Laura junta fuerzas y se levanta para enfrentar el cuadro.  Da dos pasos y toma una de los bordes de la manta. Los demás entran y alcanzan a Laura.

–¡No!– grita María.

–Todos estamos invitados a esta fiesta– dice Jorge.

Laura retira su mano y se queda mirando a María con resentimiento. Todos se alinean frente al cuadro y adelantan sus cuellos. Laura los mira y tras la mirada de aprobación de todos, incluso de María, toca la manta que cae lentamente al suelo. Todos están callados.

Laura observa el cuadro y comienzan a caer borbotones de lágrimas de sus ojos. Niega con la cabeza, toma sus cosas y se va. Los demás siguen con la mirada clavada en el cuadro, ni siquiera notan que Laura se retiró. María mira a Jorge, luego al piso. Lo observa con bronca a Marcelo, se pone las manos en la cintura y sale indignada de la habitación. Jorge y Marcelo se quedan, sudando sus camisas blancas, enfrentando solos al cuadro.

Marcelo se muerde el labio. Jorge da unos pasos nerviosos por la habitación, mira el retrato de Laura y después el último cuadro de Iván, el que pintó antes de quitarse la vida. Su cara se deforma en un rictus de resentimiento y bronca. Mira por el rabillo del ojo a Jorge. Jorge lo mira de lleno.

–¡Ni te me acerques!– dice Marcelo.

–¿Las llaves del auto, hijo de puta?– pregunta Jorge.

Marcelo le tira las llaves. Jorge se va. Marcelo sigue mirando el cuadro, luego al piso, se mete las manos en los bolsillos, arruga la boca como si fuera a llorar. Ofuscado, da media vuelta, y sale de la habitación. Da un portazo.

El cuadro queda solo con la manta blanca rodeando las patas del caballete.

Por Adrián Gastón Fares

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