Juan estaba sentado en los parlantes y había terminado el trago cuando vio a la chica parada en la mitad de la pista. Tenía puesto un vestido blanco con rombos negros. Creyó haberla visto antes. Él la miró fijo y ella le devolvió la mirada.
Había perdido a sus amigos. El boliche tenía varias pistas. Los perdió porque al entrar estaban todos borrachos y empezaron a sacar cualquier gato que se les cruzara. Cuando se quisieron acordar estaban cada uno en una punta distinta del boliche, y si bien los demás se encontrarían más tarde, Juan no los vería nunca más.
Pensó que sería mejor bajarse y abordarla, si no sabía el tipo de infierno que le esperaba. Vio que un tipo le había ganado de mano. Ella rezongaba y el tipo le daba unas palmadas en el culo.
Sentado otra vez en el parlante, habló con una morocha que se le había sentado al lado. Le costaba cerrar los ojos y asombrado comprobó que no podía parpadear. Levantó la vista y el haz de uno de los reflectores lo alcanzó de lleno. Todo se volvió negro.
Despertó en un banco de la plaza San Martín y supo quién era pero no qué había hecho. Le pareció haber estado escuchando, en sueños, una versión de cajita de música de Para Elisa. Buscó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Le ardían muchísimo. Vio que tenía las manos llenas de sangre. Pensó que le sangraba la nariz. De pronto, entendió que había hecho algo muy malo, aunque no sabía qué era. Seguía con los ojos congelados y hasta el reflejo de la luna en un charco de agua lo mareaba. Parecía que el funcionamiento del nervio óptico había sido afectado de alguna forma. El diafragma ya no regulaba la luz. Cualquier reverbero podía hacerle perder la conciencia. Entonces era como tomar mucho whisky. Juan era otro. Algo le había hecho la mirada fija de la chica.
Volvió a su departamento y estuvo toda la noche mirando el techo manchado por la humedad. Una mosca frotaba sus patas en los bordes de la pantalla del velador. Eso evitó que se volviera loco.
Por la mañana, encontró un sobre de papel madera al lado de la puerta. Lo abrió y vio fotos de él arrastrando, en un páramo, el cadáver de la morocha que conoció en el boliche.
Quemó el sobre y las fotos. Decidió salir a buscar a la otra chica del boliche, la que lo había mirado fijo. Y como no sabía dónde empezar a buscarla, miró fijo el sol. Su oscuridad empezó a llenarse de Para Elisa.
Despertó en la cama de una habitación fría. En algún lugar entre Temperley y Longchamps, le explicó la chica albina y pelada (notó que era albina por las cejas y la piel) que le ponía paños fríos en los ojos. Apartó las sábanas y corrió por los pasillos de la mansión hasta dar con una puerta doble. Entró a un recinto donde un hombre lo esperaba de pie al lado de un ventanal. Se dio vuelta y vio que dos patovicas estaban parados atrás suyo a los costados de la puerta doble.
Escuchó los llantos de la pelada albina del otro lado de la puerta.
Un reloj de péndulo da la hora en una vitrina. Gerardo, que es el tipo que estaba con la chica que lo miró fijo en el boliche, le cuenta que es el dueño de una red de prostitución de jovencitas. La que mató Juan, la morocha, era una de sus empleadas más requeridas. Saca un arma con silenciador y va a dispararle cuando el sol da de lleno en el péndulo del reloj y el reflejo trae lo negro y la música para Juan.
Al volver en sí se limpia la baba y se baja del imponente escritorio de caoba, donde estaba subido como una gárgola. Camina pateando pedazos de carne con retazos de ropa de los dos patovicas y Gerardo. Un brazo por acá, un dedo por allá, un torso, una oreja. Llega a la puerta que se abre y descubre al costado a la albina pelada que esperaba sumisa, dispuesta a recibir un golpe o vaya a saber qué. Lo agarra de la mano y lo lleva por el pasillo hasta una habitación llena de peluches rosados donde la chica que lo miró en el boliche duerme tranquilamente con la mejilla sobre las dos manos cuyas uñas están pintadas de negro.
La chica se despierta. La albina sonríe y abre un cajita de música de la que sale otra cajita de música de la que sale otra más y va abriendo todas las tapas como subiendo el volumen de la difusa versión de Para Elisa que empieza a sonar.
Entonces la chica de pelo negro toma a Juan de la mano y le dice que lo estuvo esperando. Y que deben huir. La albina asiente con la cabeza y ríe, ocultando sus desparejos dientes con una mano. Juan corre por los pasillos hacia la triunfal puerta, pero a mitad de camino se detiene y le pregunta a la chica por qué corren y ella le contesta porque así es más lindo. Cuando llegan a la puerta de la calle la cajita de música se detiene, ella abre la puerta encegueciendo a Juan y la cierra de golpe dejándolo del lado de afuera.Un enorme dogo blanco corre hacia Juan desde las rejas del jardín.
Juan no se desespera. Se vuelve, apoya la oreja en la madera de la puerta y oye el susurro de la chica que le pide perdón y le revela que él y su historia es un sueño que ella sueña casi todas las noches.
por Adrián Gastón Fares
PD: Hace unas semanas me puse a reescribir este cuento en un rato libre que tenía. Completé la reescritura, se apagó la computadora y perdí lo que había reescrito. Traté de recuperarlo pero fue imposible. Publico entonces el cuento original, junto con Las Hermanas es uno de los primeros cuentos que escribí. A. G. F.
MUY BUENO
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Gracias!
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Me gustó bastante! Es interesante
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Me alegro!
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