Estreno aquí este cortometraje que he subido hace tiempo al canal de YouTube de Corso Films. Estuvo mucho tiempo como privado.
Pero ahora es público.
Ayer lo escuché con los auriculares y me di cuenta que hice un trabajo bastante aceptable de sonido para el mismo. Y que pude contar con muy poco lo que quería expresar. Los nombres que aparecen en la lista de los que ayudaron son todos seudónimos míos, salvo uno, claro. Pero esa es otra historia que no me interesa contar así como estoy contando esta.
Y en esta explico como realicé el cortometraje y qué paso con mi hipoacusia.
Empecemos. Y sigamos.
El cortometraje empieza con una logoaudiometría. Usé una habitación con paredes blancas y luego en posproducción le agregué el dibujo que verán detrás mío para simular que es una consulta al fonoaudiólogo.
Luego grabé en VOZ EN OFF MI VOZ (con un H4N, los que están en sonido conocerán lo que es) y sobrepuse la narración que escucharán. Agregué efectos de sonido, así que recomiendo que lo vean, que lo escuchen, con auriculares. El protagonista no es otro que yo mismo, así que alguien sostenía la cámara, pero esa persona no es parte de ESTA historia.
Tal vez el cortometraje debería haberse llamado La Voz. Pero le puse de título Cine Sordo. Y luego sólo Cine. Ahora le agregué un eufemismo en inglés.
En el momento de grabar el cortometraje, hace cuatro años, antes del último mundial, estaba luchando para filmar Gualicho de manera independiente.
Comencé a grabar una serie de cortometrajes con la idea de probar ciertas cámaras y afianzar mi conocimiento de objetivos y exposiciones.
En ese momento, no sabía que mis audífonos (hearing aids, descubrí hace poco que los llaman en inglés) estaban mal regulados. La punta de los mismos no era la correcta. Escuchaba mal, el ruido era insoportable y la vida bastante complicada. Me costaba hablar por teléfono porque tenía miedo de no entender lo que dijeran los demás. Todo eso me trajo problemas.
De repente, de un día para el otro me encontré solo.
«Era un tiempo frío y no creía en nada», dice mi amigo Leo Rosales en una de mis canciones en guitarra a la que él le puso letra (él compone también las suyas y escribe sus letras, con esa sensibilidad particular que tiene para todo) Mientras hacíamos Mundo tributo en este departamento, a la noche solíamos tocar la guitarra y cantar. Bueno, el cantaba y yo tocaba la guitarra, y a veces algún invitado más.
A pesar de que mi pérdida de audición fue progresiva desde la adolescencia, lograba llevarlo bien hasta que claro, me tuve que enterar que no escuchaba. Un compañero de secundaria me decía: por qué será que te acercás tanto cuando hablas. Siempre me gustaron las mujeres, así que para besarlo no sería, creo. Es más hubiera preferido acercarme más a ellas, pero las veía como horribles a algunas y a otras como princesas inalcanzables.
Fui un adolescente bastante tardío.
Recapitulando, me di cuenta que me acercaba a mi compañero porque no escuchaba. Pero me llevó quince años o más reconocerlo.
En la Facultad, en Diseño de Imagen y Sonido, me perdía unas cuantas conversaciones, la mayoría. Terminé la carrera y no puedo dejar de acordarme de una tarde en que con mis compañeros vimos Los Simpsons y ellos se reían. Yo no entendía un pomo. Tampoco entendía en las charlas grupales. Pero me arreglaba.
Sabía que había pasado. O es un cuento que me cuento y me cuentan los otorrinos porque mucho no saben tampoco. Nací muerto. Hipoxia perinatal. No lloré. Algo se atrofio en el celúlas del oído en esos instantes en que el oxígeno no llegó.
Creemos que fue eso. Los doctores y yo. Aunque también pudo ser alguna vacuna en la infancia, las hormonas, algún shock emocional que no recuerdo haber tenido, algún resfrío nefasto que seguramente tampoco tuve, así que no queda mucho más que el nacimiento para explicar de manera fácil y rápido la raíz de la situación. Nací, no lloré unos instantes, luego lloré como cualquier niño o niña.
La neonatóloga (partera o lo que fuera) le dijo a mi madre que su vástago tal vez tuviera en el colegio alguna dificultad para escribir en los renglones.
Un dificultad para escribir sobre el renglón.
Eso nunca pasó. Pero sí pasó la sordera. O la semi-sordera. O como quieran llamar escuchar distinto a los demás y a veces no entender nada.
Lo más importante de todo no son los términos sino lo que el funcionamiento errático de un sentido trae.
El que no escucha no escucha su voz, habla bajo, tal vez como hablo en este cortometraje porque todavía no tenía mis audífonos bien regulados.
Y por otro lado es terrible la inseguridad que da no escuchar la voz de uno. Yo diría que es lo peor de la hipoacusia (o pérdida de audición) o no poder escuchar lo que uno debería escuchar. Por ejemplo la lluvia si llueve, o la gata si te llama, los chistes de los amigos, o el agua que cae por la canilla que quedo abierta y pronto llenará el lavabo y se derramará sin que uno se de cuenta. O el rugido de los leones de los circos lejanos.
Aún hoy con audífonos no sé si está lloviendo o no. Porque no sólo está mi pérdida de audición, si no que están los zumbidos, tinnitus, esos pitidos en los oídos constantes con los que he aprendido a convivir como si fuera un casamiento arreglado desde la ciudad del silencio. Pero lo más nefasto es no escuchar la voz de uno mismo.
En 2012 un médico me mandó a sacar un certificado de discapacidad por mi pérdida de audición de mediana a severa. Él no entendía cómo ningún otro lo había hecho hasta el momento. Y yo tampoco. Una amanecer frío fui al Hospital Roca, si mal no recuerdo, solo, con un libro de Burroughs (Ciudades de la noche roja) en el bolsillo, a pedir turno. Luego, fui otra vez a ser evaluado. Y la última, recuerdo que acompañado, a retirar el certificado.
Al salir me metí en un supermercado y jugué con esas máquinas con las que se puede ganar o perder un juguete. Y gané. Logré atrapar en la garra metálica a un machete de juguete, con un bordado de un mono, que al golpearlo contra cualquier superficie emitía un chillido acorde a ese animal estampado.
A pesar de todo, la vida todavía no era horrible.
Mi objetivo era olvidarme de mi sordera, de alguna manera, y como estaba acompañado por una chica en ese momento, seguir adelante de cualquier manera con lo que más me importaba en la vida, escribir y el cine.
Poco tiempo después de grabar el corto, me quedé totalmente solo. Uno toma decisiones buenas en la vida y otras malas. Es así.
Eddie Vedder dice en una canción que no existe lo correcto o lo incorrecto, si no lo que te hace bien y lo que te hace mal. Es difícil darse cuenta de lo que a uno le está haciendo mal; sólo lo descubre cuando el mal está hecho. Es más fácil darse cuenta de lo que nos hace bien. Pero para eso no se necesita mucho. A veces un poco de suerte al principio nada más.
Y a veces entrevimos otros mundos. Tal vez ficticios o tal vez reales, pero dejarlos es siempre un duelo. Y a veces el duelo es lo que su palabra significa, una lucha contra algo, generalmente contra el pasado.
En fin, luego de grabar este cortometraje, y luego de mis primeras penas reales en esta vida, visité a una fonoaudióloga. Magalí Legarí dio en el clavo con mi audición. El canal auditivo. Las puntas de goma (tienen otro nombre que nunca recuerdo) estaban mal adaptadas. Eran otras las que yo necesitaba.
Una noche me encontré en este departamento, arropado por la oscuridad, mirando en una televisión cuadrada, de las viejas. Lloré porque escuchaba un poco mejor los sonidos de la película y justo cambiar de canal y dar con esa película en particular me pareció promisorio. Otro día vino mi madre y fuimos al cine al ver Boyhood. Entendía bastante bien en inglés lo que decían, a diferencia de antes.
Luego, el duelo de una despedida y el caos y la exigencia de ser. Creí ser autista, asperger y hasta que tenía Meniere.
Y aunque ya sabía que no era autista, y tampoco me importaba serlo, tal vez prefería estar en ese espectro que ser sordo, lo promisorio duró poco. Creí que iba a poder recuperar todo lo que había perdido, incluso la audición y hasta a una persona.
No era posible. El mundo es injusto, me dijo uno al que encima le pagué para que me lo dijera.
La adaptación a los audífonos no iba a ser fácil. Los ruidos se intensificaban y me daban dolor de panza. En un recital en un bar, por ejemplo, tuve que salir porque no aguantaba las guitarras y la batería. Era peor tener audífonos que no tener nada y escuchar mal. No tener nada era no tener hipoacusia también.
Después me vine abajo.
Perdí la escritura y el cine por un tiempo. Entré a trabajar de cadete con la ilusión de que sucediera algo que nunca sucedió.
Me desmoroné. Yo que siempre fui muy alegre, jovial y entusiasta, me tiraba en la alfombra en la casa de mis padres y ya no quería ver el mundo, aunque ahora pudiera escucharlo mejor. Fue la etapa más dura de mi vida hasta el momento, encerrado en una oficina sin luz y sin baño de 9am a 5 de la tarde, las cosas se ennegrecieron para mí. En ese punto, igual seguía intentando recuperar la escritura y el cine. Me anoté en cursos y talleres y hasta en otra carrera (la de Profesorado en Letras) El ruido en la facultad era insoportable. Imposible trabajar en grupo cuando toda un aula está a los gritos. Me fui, aunque hice, como siempre, buenos amigos.
La noche de los fines de semana la pasaba refugiado en la casa de mis padres mirando películas románticas con mi madre, que yo le bajaba para que ella viera.
Eso hasta que ya no pude aguantar ver ninguna película. Me la pasé mucho tiempo sin poder ver nada. No podía. No tenía ganas. No había ninguna manera de verlas. Ni con los ojos cerrados. No aguantaba el cine y eso tiene que ver con LA HISTORIA que no voy a contar acá. Porque esas historias nos las cuento de esta manera.
Un día, apoyado en mi madre como un bebé de treinta y tantos, llegué hasta la mitad de Relatos Salvajes, hasta la historia de Darín. Y dije basta. Si no puedo hacer cine no lo voy a mirar, pero no era eso solo, era el recuerdo de… En fin. De la historias que nunca voy a contar así.
Este fin de semana de 2018 acabo de ver los dos cortos de esa película que me faltaban.
Por suerte, mucho tiempo antes recuperé el ver cine otra vez.
Pero en 2015, la melancolía no me abandonaba. Seguí bajando por esa escalera, tanteando figuras deformes de lo que había sido mi pasado y quién era yo, hasta que al final de todo, un día nefasto de los tantos nefastos que viví por esa época, me di cuenta que yo mismo tenía que salir adelante.
Solo.
No había otra.
Y en 2016 empecé a construir otra vez.
Más rápido y mejor.
Y escapé de mi calvario, de la condena que yo mismo me había impuesto. Si miraba atrás veía un vidrio empañado. Nunca más miré atrás. Un día, además de otras cosas, y después de aguantar lo inaguantable, agarré mi termo, mi mermelada, mi pendrive, los metí en mi bolso, y salí de esas cuatro paredes del trabajo injusto que me impuse.
Y entonces fortalecí los proyectos de cine y escribí cuentos con mayor frecuencia. Hice un esfuerzo enorme, porque ese afán de mejorar empezó antes de dejar mi prisión, que pasó de una oficina a la calles de la ciudad de Buenos Aires. Ahí hacía mi trabajo de cadete y corría de acá para allá para recibir reprimendas si hacía las cosas bien, como suele ocurrir en algunas instituciones. Llevaba paquetes con cochecitos de bebé al correo, cajas pesadas, usaba la zorra y caminaba mucho. Eso no me molestaba. En la cola de los bancos y de Edesur, leía o hablaba con Leo por Whatsapp de los proyectos de cine.
Todo cambió. Mi postura cambió. Algunos lo saben. Algunos me ayudaron. Algunas actividades que tomé la iniciativa de realizar me cambiaron. Conocí a personas que se dieron cuenta que había sufrido. Gente que me vio alzar el pescuezo poco a poco. No hay nada como reconocer el físico de uno. Tardo o temprano se va a esfumar, pero lo que importa es ahora. Y ese ahora que no es este estuvo lleno de descubrimientos simples.
Todo esto llevó un tiempo que fue largo y que no deja de ser hermoso y terrible.
El más oscuro de mi vida. Lo que los guionistas llaman la oscura noche del alma. Supongo que habrá otras como todo, pero esa fue segura una (¡espero que no haya ninguna más!)
La oscura noche del alma.
Creo que más que algo que sirva para la estructura de un guión de película de ficción es tal vez una proyección del largo y difícil camino del cine y la escritura. De cualquier camino que uno tome con decisión, por qué no, cuando se sabe que uno debe ser como el agua y adaptarse a los distintos recipientes que este mundo ha creado. Ser agua no es fácil, vamos.
Y a veces se necesita tiempo, sólo tiempo, pero no tenemos paciencia.
Cualquier que practique una profesión diferente, o vocación, a las que aseguran (si eso es posible) dinero tiene que estar bien plantado para eso y estar dispuesto a perder todo.
Yo perdí a alguien que quería y a todo un mundo con eso.
Una colectividad entera.
Así lo veía a través del sentido más elaborado de todos, el más difícil de vencer: el pensamiento. Los surcos que uno crea en la mente pueden tenerte dando vueltas mucho tiempo, como hablábamos con Florencia, una amiga. Y de esos surcos se escapa como de cualquier laberinto. Por arriba.
Dar el salto da miedo. Pero es lo que se debe hacer.
Aquí sigo en la contienda con mi vocación que da alegrías que sólo un esteta o un demente puede apreciar en este siglo XXI en que sin un móvil o una tableta (y no de chocolate, aunque también) en nuestras manos nos morimos.
Lo demás es todo cuesta arriba, como deben ser los caminos para que uno continúe en ellos.
Sigo con audífonos viejos porque mi obra social hace más de cuatro años que no me los renueva, gané un premio que no me dio la posibilidad de encauzar mi economía, pero sí me dio estímulo para que siguiera luchando por lo que mejor sé hacer, lo que me sale y por lo que trabajo más de diez horas al día. Lo último es lo más importante.
El sacrificio continúa.
Pero es una pulseada contra el mundo, y con el mundo, de la que no pienso desistir. He aprendido mucho en este tiempo. A veces creo que hasta aprendí a olvidar. A veces que olvidé lo que aprendí.
Pasé de escuchar mi exigente voz interior a la que salía de mis cuerdas vocales. Pasé a hablar más alto, más fuerte.
Luego mi voz exterior se impuso. Me reconocí en ella.
Ahora que extraño muchas voces, como la de mi tía abuela que murió hace poco, por lo menos tengo a la mía.
La voz es lo primero que olvido cuando una persona ya no está. Y es lo que más aprecio en una persona, los silencios, las pausas, la voz, la manera de entonar, de afirmar o negar, de pararse frente al mundo, claro.
Y la mirada y las sonrisas, si no hay voz, porque a veces no hay, pero ahí uno ya se da cuenta para donde ha ido todo en esa vida y para dónde está yendo.
Creo que escribí todo esto porque me duele una muela y me siento niño otra vez.
por Adrián Gastón Fares
Un gran trabajo
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias!
Me gustaMe gusta
Gracias Adrián por compartir la pasión del cine.
Me gustaLe gusta a 1 persona
De nada!
Me gustaMe gusta
Pingback: Sobre el cortometraje “Cine” — Adrián Gastón Fares – Luna Olvera
Pingback: Sobre el cortometraje “Cine” — Adrián Gastón Fares – Construyendo Ideas
Genial!!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Genial me encanta ❤ te invito a apoyar mi blog 🙂 https://andrealarosablog.wordpress.com
Me gustaLe gusta a 1 persona
buen corto, buena reflexión, ánimo para más proyectos así
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias, el ánimo viene muy bien en este momento.
Me gustaMe gusta
Pingback: Sobre el cortometraje “Cine” — Adrián Gastón Fares – VamosAurora