En general, vivo en el hueco de la escalera. Cuando todos se van, cuando las cerraduras crujen, separo las revistas viejas, y las cajas grandes llenas de juguetes míos, y como una rata, salgo y recorro la casa.
Pero no soy una rata, las ratas se quedan ahí, en mi caja de zapatos agujereada compartiendo una hoja de potus. Después quedan pelados los potus. Y mamá se asusta. Se piensa que… hay fantasmas.
Los hay pero no son los que comen las plantas.
Hay otro fantasma como yo en el chalet de al lado. Es el de un hombre que era viejo rechoncho y así quedó. Todos saben que en nosotros la apariencia es lo único que importa.
Ignora la Ley.
Deambula por el pueblo raptando chicos. Ahora lo veo en el jardín, jugando con el perro y riendo hasta que el perro se enoja y lo quiere morder.
Para los mortales sería un perro ladrando al aire.
Como no puedo verme en el espejo, lo primero que hago cuando mis padres se van es correr hacia el armario y abrir la caja de fotografías.
Ahí está en la que sonrío con el vestido azul hasta las rodillas y el regalo de navidad en el regazo.
Cuando mis padres miran las fotos, Rodrigo pregunta en vano ¿quién es la chica que ahí aparece?
Entonces, tiendo a creer que lloro en el hueco de la escalera y siento bronca por esas personas que no quieren reconocer que alguna vez tuvieron una hija —y que Rodrigo tiene una hermana, porque la tiene, y hasta me habla como si fuera un amigo invisible, ¡pero soy Yo!
María.
Ya ni me siento un fantasma decente, desde que mamá y papá simulan que nunca nací y que nunca morí. Además no morí así nomás. Me mataron.
Fue uno de los fantasmas del cementerio que está cruzando la ruta. Hay un tipo muy malo ahí. Muy gritón. Violó a varias mujeres, pero como ya no puede hacerlo, aprendió a rugir como un león. A veces creo que es un león. Pero por acá cerca nunca hubo ningún circo.
Eusebio había gritado desde el cementerio. Lo escuché. Jugaba con una muñeca de peluche. La abracé. Me lancé por el ventanal del pasillo del primer piso. Caí arriba de un coche. El conductor estaba desesperado. El coche terminó casi en el portón de la casa de enfrente. Yo acá nomás.
Una vecina decía que ella era psicóloga, que ejercía su profesión para que esas cosas no ocurrieran, que no podía tolerarme en el cemento despatarrada, y otro le contestó que era la televisión, que por culpa de la televisión la gente se mataba cada vez más, porque vendían un mundo que no podían tener. Venden humo esos hijos de puta de la televisión. Esos comerciales de mierda. Arruinan a los jóvenes. Para colmo mi hijo estudia publicidad.
El conductor no sabía donde meterse. Temblaba. La psicóloga se enojó por lo que dijo el vecino y rajó. Llegó la ambulancia. Y ahí mientras me llevaban me di cuenta que Eusebio me había matado porque pasamos por el cementerio y estaba ahí encaramado sobre la pared con esa cara de fantasma que ya no puede violar. La cara blanca. Gritaba para cobrarse más vidas. No siempre la pegaban. A veces gritan hasta que los troncos de los árboles se caen como si los hacharan o como si las hojas volaran en el piso y formaran un remolino. Como en el patio de recreo de mi colegio. Pero así y todo no logran matar a nadie.
A mí sí. El degenerado de Eusebio.
Ahora escucho un grito agudo. Sé que es la desesperación de la chica que tiene encerrada Mario, el fantasma de al lado. Sus progenitores también la olvidaron; en este pueblo nadie quiere recordar.
Ni siquiera es un pueblo común ahora. Todas las personas que quieren visitar a mi familia deben tener una autorización de un vigilante que pasa sus días y noches en la cabina en la entrada del pueblo y que llama por teléfono a la casa para anunciar las visitas.
Golpean la puerta. Debe ser Mario, que huele a los demás fantasmas.
Corro por el pasillo, bajo la escalera —el armario con las fotos está en el primer piso— y llego al hueco; cierro la puertita y me hago un ovillo contra las revistas. Las ratas me miran con sus ojos brillantes.
¡María!
Se piensa que todos somos como él, que lo único que queremos es molestar a la gente. Sé que ya entró, que se acerca lentamente a la puerta que me esconde y la abrirá en cualquier momento.
Mario es otro degenerado como Eusebio. Pero distinto. Él obliga a los fantasmas a gritar. Es perverso. Le gusta hacer gritar a las chicas. Yo no entiendo por qué. A las chicas fantasmas, claro. Y entonces una vez que te hizo gritar, ya sabe que mataste a alguien. Sabe cómo hacerte gritar de tal manera que en la otra punta del pueblo alguien cae muerto. Tiene una gran destreza en el arte de asustar. Y asustar a un fantasma es más fácil de lo que parece. Sólo hay que saber cómo.
¡María!—resuena la voz de Mario cómo si fuera el dueño del pueblo.
Aguanto el grito.
Que quede claro. Nunca un fantasma debe gritar, estos gritos son los que hacen que los perros aúllen en la noche y que las personas se lleven la mano al pecho y caigan de repente al piso —le dio un ataque, dicen.
No debo gritar. No debo gritar (la puerta se abre un poco y) No debo gritar (y veo una mano grande, demasiado grande y arrugada, tan arrugada que parece sin huesos, que parece sin huesos más todavía porque le falta las uñas; y sé que Mario se come las uñas, por la ventana siempre lo veo comérselas en la calle mientras mira con avidez a algún chico; es lo único que hace, comerse las uñas todo el tiempo porque odia que le crezcan una y otra vez; y así la mano que avanza en el hueco de la escalera hacia mí está baboseada y) ¡No debo gritar!
Pero la mano avanza.
Grito.
El eco de una risa.
La mano desaparece.
Era lo que quería, que gritase para que a mí me cobren las muertes. Voy a tener que ser más tiempo fantasma. Él se divierte con los sufrimientos de los chicos que secuestra —para que no mueran del susto esconde la cabeza en una bolsa de arpillera— pero solamente está mal para Osvaldo que matemos a las personas con gritos o apariciones.
Osvaldo viene a ser como el vigilante del country —como todos llaman al pueblo. Parece esas películas de cowboys que miraba el abuelo. Digo viene a ser porque lo es pero no acá, en otro lado.
Osvaldo salta a las copas de los árboles y de ahí al cielo. En el cielo dice que rosquea. Hay que saber rosquear, repite una y otra vez, orgulloso, de su don del rosqueo que cuando vivía usaba en su trabajo. Rosqueo viene de rosca. Dar vueltas. Darlas en la cabeza de la gente con palabras persuasivas y más que nada arreglos convenientes, en este caso con los espíritus de órdenes superiores, ángeles para algunas viejas del barrio, en los que Osvaldo tiene influencia. Y Osvaldo tiene este don tan desarollado, que hasta puede rosquear arriba y abajo.
Como es arriba es abajo, leí en un libro de mi padre.
Tal cual.
El problema es que Mario, cuando vivía, le hizo un favor y ahora Osvaldo es incapaz de juzgar a Mario por sus salidas.
Cada muerte que causa un fantasma son cien años más en la casa que habita.
Pero eso depende de muchas cosas. Por ejemplo, Eusebio que jamás fue juzgado en vida por sus fechorías, y que era amigo de un juez que ahora flota en las órdenes superiores, no tiene que responder por sus gritos. Ni le hace falta conocer a Osvaldo.
Osvaldo. El rey del rosqueo.
Ahora espero la visita.
Todo fantasma que hace un daño físico terminal a una persona, es decir que la mata, la asesina, o le quita la vida, espera la visita.
La visita, ahora, como siempre que pasa esto, estará saliendo por última vez de la casa para visitar a quien lo dejó fantasma.
Miro la puerta de la calle una y otra vez. Espero que golpeen antes de que lleguen mis padres y mi hermanito, de otra forma no sé cómo voy a hacer para darle las indicaciones y despedirlo al pobre que le haya tocado.
Si hago mucho lío, mis padres van a querer vender la casa. Y quedarme más sola no es una buena opción.
Ya están preocupados. Intuyen presencias.
Casi siempre son las ratas. No sólo se comen las plantas. A la noche corren por las paredes y de los atolondradas y hambrientas que están pasan por arriba de los interruptores de las luces. Al otro día mis padres encuentran las luces prendidas y se piensan que en esta casa pasan cosas raras. También a veces me escuchan ir al baño.
Los fantasmas no hacemos pis ni caca. Pero a mí me gusta sentarme en la tabla del inodoro cada tanto. A veces no me doy cuenta y tiro la cadena. Mi madre anda diciendo que hay algo raro en la casa, que prefiere empezar desde cero en otro lugar porque ya no tolera vivir en este donde la desquiciada de su hija se lanzó por la ventana. Cuando pelea con papá dice eso.
Me acerco a la ventana. Pasa una ambulancia. Otras personas. Un chico viene caminando, debe tener ocho años, tiene la mirada perdida y mira varias veces sobre sus hombros, como si lo persiguieran.
Golpean.
¿Qué hago? Si abro la puerta y es una persona, el susto la mata. No es fácil diferenciar a una persona de un espectro, menos en este country. Aunque el pibe tiene pinta de muerto de morgue. Hay otros que no son fantasmas con pinta de muertos de morgue. Usan delineadores en los ojos. Se empolvan como si vivieran en una corte donde los únicos reyes son sus padres. Algunas se cortajean los brazos. Otros se tatuan monstruos. Y usan geles que les pegotean los pelos y tinturas que los vuelven más oscuros o al contrario, fluorescentes. Pero la pinta de muerto de morgue es como la etiqueta con tu nombre colgando de tu pie. Está ahí. Es como tiza negra que flota enfrente de tu cara.
Doy dos pasos hacia la cocina para buscar una bolsa y esconder la cara pero desisto. Eso nunca da resultado. Solamente a Mario. Esas bolsas de arpilleras son especiales, unas que les trae Osvaldo cuando a la vuelta de su viaje astral cae sobre un árbol y luego sobre nosotros. Y ahí reparte, a veces, entre sus conocidos, regalos nefastos.
Avanzo como cuando me lancé al exterior por última vez, pero esta vez en vez de caer cinco metros, abro la puerta.
Es el chico. Pobre. Mira para un lado y otro. Le digo que sé lo que pasó, que me disculpe pero que el grito me salió de adentro, aunque ya no hay adentro para ser sincera, y era la primera vez que me pasaba. Lo dejo entrar, le sirvo un té —hace que lo toma y parece más tranquilo. Me cuenta que se llama Eduardo, que ya le explicó Osvaldo lo que le pasó.
Me tiene lástima.
Cien años en esta casa va a ser muy aburrido.
Le empiezo a explicar algunas cosas, pero dice que Osvaldo ya le dijo todo. Que Osvaldo le contó que era amigo de su padre y que para él corrían otras reglas, pero debería rosquear en el cielo para eso. Que fuera agradecido con él.
¿Por qué no nos enseñaron a rosquear en el colegio?, le preguntó a Edu. Pero no entiende.
Pobre, como fantasma no tiene experiencia.
Le cuento de Mario y dice que hay que hacer algo, que él puede salir a la calle y que tratará de hacerlo gritar diez veces en una semana —mucho le explicó Osvaldo a Eduardo.
Ya sabe que el fantasma que grita diez veces en siete días va directo al infierno, por más que tuviera miles de conocidos en las órdenes superiores.
Pregunto por las consecuencias de su plan. En el pueblo habrá diez fantasmas más. Se preocupa. Me da pena por ingenuo, sé cómo son los hombres. Insisten. Pero a veces hay que insistir y otras conviene correr.
Mi solución lo tranquiliza. Además le doy un propósito, que es lo único que desea Eduardo. Busca una aventura de las que casi no existen. Ni se debe imaginar que paso las noches sentada sobre la tabla del inodoro. Para él debo ser como una princesa de esos libros que al abrirlos salen figuras de cartón coloridas. Se imaginará que estoy detrás de unas palabras, que sólo debe tironear de un papel para que yo aparezca rodeada de gatos y con una varita mágica sentada en un ventanal bajo la luz de la luna.
Su ilusión no durará mucho porque las ratas acaban de volver a su guarida. La verdad es rápida. Transitarla, no. Ni siquiera para un fantasma.
Tranquilo. Cuando la gente del pueblo —country me corrige Eduardo— duerma profundamente, el grito no dañará a nadie. Menos los perros, todos creen que es una pesadilla.
El plan le alegra. Ya puede enfrentarse con Mario.
¡El bip-bip de la alarma del coche!
Corremos hasta el hueco de la escalera. Cerramos la puerta.
Mi familia entra.
Eduardo me susurra que cuando se acuesten va a visitar al fantasma de al lado para tratar de sacarle el primero de los diez gritos.
Me pregunto si no es más sencillo aprender a rosquear.
Ya lo hablaré con Osvaldo, cuando se acerque a mi ventanal.
por Adrián Gastón Fares