La mujer que conocimos

 

El hermano mayor calla. No había ensuciado el auto tan temprano por una tirada de cartas a la gorra. Para saber el futuro estaba el horóscopo de las revistas del diario.

Entonces es el gran asunto, dice el viejo brujo, y el gran asunto, sabrán, requiere que antes desembolsen una buena suma de dinero. Luego corre los billetes del centro de la mesa como si el pago no le importara. En ese momento los hermanos escuchan un gemido de placer.

Cuando llegan a la puerta del dormitorio el viejo empuja la cortina de flecos de plástico y descubre a la joven en la cama con lisos pechos húmedos desnudos y mirada extasiada, anhelante, como si recién hubieran terminado de poseerla no del todo bien.

En la sala la joven se sienta entremedio de los hermanos. El viejo solicita que los presentes cierren los ojos. Avisa, cuando la joven los abre después de los hermanos con mirada nueva, inteligente y clara, que la mujer que conocieron ya está con ellos.

El menor espera afuera del dormitorio.

Pasa el tiempo y sale el mayor. Agotado, sonriente, acompaña hasta el dormitorio a su celoso y atónito hermano, aclarándole que le queda sólo una hora para disfrutarla.

El menor sale en mitad de tiempo que el mayor. Lleva a la mujer de la mano hasta los pasillos mustios de la abandonada plantación, donde se pierde con ella para retornar abstraído. Ella se sienta en medio de los dos en el escalón de la entrada de la casa. Adentro, el viejo está arrodillado ante un altar de velas con formas de santos. Con un encendedor de cocina prende una más.

Los hermanos piensan que la mujer sabe que está de vuelta. Que la muerte no perdona. No habla demasiado, está al tanto de todo, olvida su preferencia por el menor y el maltrato del padre de ambos, dueño de la fábrica donde años atrás se conocieron. Prefiere criticar el clima nublado y disfrutar de una ciruela blanca recién arrancada.

Ellos la miran embelesados ¿Y si la vida no era lo que habían pensado?

Hasta que reaparece el viejo y los invita a pasar adentro a los dos.

Les comenta que puede sostener el hechizo más tiempo si duplican la suma pagada. Y que después de ese tiempo su amada abandonará el cuerpo de la joven y retornará al más allá.

El mayor dice que en el coche tiene más dinero. Y además un vino de los buenos. Vuelve y se para detrás del viejo. Levanta la pistola. El cerebro del brujo va a parar al medio de la mesa. El viento sopla. Las velas se apagan.

Cuando salen de la casa, la mujer está bañándose desnuda en el tanque australiano.

Luego de compartirla, comentan historias sórdidas de otros ex-empleados, y proyectan un futuro en común en una isla del Tigre, hasta que el menor decide entrar a la casa para retirar el cuerpo del viejo, y al hacerlo descubre en un sillón frente a un televisor una libreta de anotaciones con la historia del romance de él y su hermano con la secretaria de su padre, donde se describen episodios que han vivido, expresiones y modo de hablar de la difunta y amada Carmen, y sale con la intención de avisarle al mayor que todo fue un engaño, pergeñado con la ayuda del amigo en común que les había recomendado apuntar hacia la cabaña del viejo brujo con la promesa de vivir lo inimaginable y recuperar lo irrecuperable.

Los ojos brillantes de otra joven lo observan cavilar desde el dormitorio. La adolescente traba la puerta. El menor la abre a la fuerza. Por una ventana observa a la chica que le clava la mirada desde un matorral. Puros ojos negros. La adolescente se da vuelta y desaparece, como si la mancha de los cardos rosados soplados por un ventarrón la borraran.

El menor retorna al tanque. En su imaginación hunde la cabeza de la joven médium en el agua hasta la asfixia. Pero al llegar le convida un cigarrillo.

Ella sonríe y exhala el humo rápido, como en el pasillo de la fábrica. Como si fumara sólo para estar con ellos. Como antes. ¿Y si, después de todo, Carmen había retornado de la muerte y la libreta de anotaciones formaba parte del proceso de invocación?

Sin esa mujer los días en la fábrica eran eternos.

Carmen lo llama otra vez, para abrazarlo junto al mayor. Entre los tres, enchastran más el agua sucia del tanque. Luego, tirados en el pasto, secan sus carnes mojadas y pegajosas con la ayuda del viento fresco de la tarde.

Parten los hermanos en el auto. Al atardecer, con el cadáver del viejo brujo en el baúl. La joven en el asiento trasero se da vuelta para mirar con las pupilas dilatadas a la ya oscurecida casa.

por Adrián Gastón Fares

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