Kong 13

En el Hospital de Día, formaban parte del Club de los Fumadores un ex drag queen, con problemas de adicción, un chico de unos veinte años y una mujer de unos cincuenta. Entre plantas de todo tipo, el ex drag queen era habitualmente el que ya había prendido su cigarrillo y nos esperaba en la terraza, reposando en una silla. El chico, que era un fumador social, se acercaba para que le convidáramos cigarrillos, cosa que estaba prohibido en la institución. El ex drag queen, redondo, pelado, de voz finita, carcajada generosa, había probado suerte en Buenos Aires primero y luego en Miami. Odiaba a su madre, con la que vivía y los viernes a última hora, en la reunión en que exponíamos cómo enfrentaríamos el fin de semana, se convertía en una especie de cronista del espectáculo, sabía quiénes eran los gays reprimidos y le gustaba contarlo.

Y seguía con los homosexuales, cómo un famoso merodeaba la estación de Retiro para encontrar sexo en los baños, como el otro sabía que en tal esquina iba ser levantado por algún auto. Relataba numerosos chismes de famosos y con otra chica, llamada Lucía, una periodista hipoacúsica de mente brillante, se dedicaban a asombrar a la terapeuta con su conocimiento perfecto del jet set. Sabían también quiénes escondían su adicción a tal o cual droga. Y podían enumerar conspiraciones de todo tipo, bastante creíbles, por cierto.

Esos días, también proponíamos hacer una obra de teatro, que trataría sobre una madre impetuosa, entrometida, la madre del ex drag Queen, y sobre la planificación del asesinato de la misma. No teníamos ninguna duda de que la obra sería un éxito. Yo solía acompañar con la cabeza sus afirmaciones, y eran los únicos que casi me robaban una sonrisa de esas que ya no me salían.

Lo tedioso del Hospital de Día eran las reuniones de los lunes, donde exponíamos cómo habíamos pasado el fin de semana y revisábamos el cronograma de tareas, a mí me tocaba limpiar el cenicero los lunes y miércoles, lavar los vasos de plástico los martes y viernes. Si había algún problema con las tareas, o algún trastorno de convivencia, se exponía ese día para tratarlo.

Carlos aprovechaba para contar los libros que leía el fin de semana, a veces desafiaba otra de las reglas de la institución: no se podían formar parejas. Quería invitar a salir a Matilde, que tenía agorafobia, y no lo quería ver a su cortejante ni en figurita. Pero Carlos lo explicaba de una manera muy llana. ¿Por qué no podía invitarla a salir? Le gustaría tener esa posibilidad. Necesitaba una mujer. Pero Matilde movía la cabeza para un lado y otro, tal vez para dejar en claro que no saldría por nada del mundo con Carlos. Tampoco podía trabajar, Carlos, y sondeaba a la terapeuta. Pero ella le decía que mirara su certificado, no había manera de que trabajara en blanco porque su médico se lo había prohibido. Así que se buscara un trabajo por el barrio.

Carlos sabía más que los profesionales. Una tarde opinó ante todos que mi problema era que tenía una bronca enorme y ningún otro. Y la verdad era que sí tenía una bronca enorme. Tantos años de enfrentar No-seres y haber perdido a Taka la habían desencadenado.

Sin embargo, Carlos era el paciente y la psiquiatra era una mujer cuya risa estúpida explotaba mientras les contábamos nuestros problemas. Estaba loca de remate. Así funciona el mundo. En cambió, la psicóloga era muy hermosa, inteligente y sabía acompañarnos.

El periodista deportivo que llegaba a inflarse de bronca porque Matilde no quería regalarle un caramelo y se iba a otra habitación hasta que se serenaba, siempre me preguntaba cómo andaba, o me daba una palmada en el hombro. Mi estadía coincidía con las olimpíadas de Myanmar y el periodista deportivo seguía en la televisión todas las competencias. Yo no podía mirarlas porque me producían un dolor enorme. Las noticias eran otras flechas de la realidad que se clavaban alrededor de mi tristeza y desconcierto.

Y un día dije que sería mejor la internación, para qué hacernos ir y venir de nuestras casas, pero ahí el viejo de cien años abrió la boca y dijo como un aborigen: Internación, No. Lo mismo me dijo Lucía y el tano que habían pasado una pesadilla en sus internaciones. Carlos contó algo muy gracioso, cuando había estado internado una mujer se presentó desnuda en su habitación para pedirle a los gritos que tuviera sexo con él. Carlos no había sabido qué hacer, y a la mujer se la llevaron los enfermeros enseguida, así que no pudo concretar lo que tal vez le hubiera gustado. Todos menos yo habían pasado por internación y concluían que era una pesadilla. Los gritos de los locos más locos todo el tiempo. Las penitencias ante cualquier desacato de las reglas de la institución mental. Los pacientes adictos que eran peligrosos y buscaban pelea.

Un día salí a prender un cigarrillo y el chico de veinte años me acompañó. Estábamos solos en la terraza. Su objetivo era convertirse en un cantante de Folkton, una corriente musical que está haciendo furor en mi presente, Adrián, una mezcla de folclore y reggaeton. Se ponía a cantar o programaba videos de musicales en las pantallas. Pero ese día me comentó la razón por la que estaba en el Hospital.

Lo había llevado la policía. Se le había dado por bajarse los pantalones delante de una vecina. A la quinta vez que lo hizo lo denunciaron. Decía que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no lo volvería a hacer. También me confesó que escuchaba una voz que le decía Satanás, sos Satanás. Tiempo después un neurólogo me contaría que ese tipo de problema, alucinaciones, son más fáciles de tratar que la inercia de la depresión.

Había otro chico que sentía que se ahogaba en su casa. El tema era que no había muchas pruebas médicas de que su dolencia proviniera de un descalabro físico. Aunque podía ser. Se mantenía callado y con la espalda apoyada en la pared como si el aire mismo lo estuviera atacando. Era un hacker y vivía de robarles películas a los grandes estudios.

El tano, era un hombre que se la pasaba escuchando música italiana melódica del siglo XX y la compartía con nosotros en las tediosas e inútiles terapias musicales. Se trataba de escuchar música entre nosotros. Así que uno tenía que bancarse al extinto Luis Miguel que ponían las chicas, la obsesión por A quien le importa, de Fangoria, de Carlos, que no podía evitar cantarla mientras la escuchábamos.

A quien le importa lo que yo haga

A quien le importa lo que yo diga

Yo  soy así, así seguiré, nunca cambiaré.

A Carlos lo volvía loco esa antigua canción. Y si no  pedía escuchar a Frank Sinatra. New York, New York. A todo esto había que sumarle el folkton del fumador social…

Lucía me comentó que Taka me había enloquecido. Ella no formaba parte del Club de los Fumadores, pero cada tanto desafiaba el frío y salía a la terraza. Le conté todo sobre Impresoras Riviera y de mi relación con el No-ser llamado Taka. Lucía estaba segura que Taka era un No-ser de lo más peligroso. Mi conexión con Lucía fluía y sus palabras me apaciguaban.

Algunos días las terapias grupales se dividían en dos, los que tenían algún tipo de trastorno de la personalidad y los que no. Los primeros marchaban detrás de un terapeuta. Los otros nos quedábamos en el comedor con la insoportable terapeuta ocupacional. En el fondo, le gustaba alardear de cosas que los demás no podían hacer, como lavar la ropa, ir al supermercado, o cambiar las toallas del baño diariamente.

Un día se equivocaron y aceptaron a un No -ser. Se mantenía en una silla en un ángulo de la habitación. No hablaba y la medicación, nociva para un No-ser, estaba coloreando sus venas de azul.

Algunos días teníamos dibujo, así fue que rellené con una fibra un retrato de Dalí, mientras los demás hacían lo mismo con John Lenon, Slash, y otros músicos de los últimos cien años que no reconocerías, Adrián. Otros, expresión corporal.

Carlos, que era alto, llevaba una remera que colgaba encima de sus cinturones. Hacíamos como una especie de baile inspirado en el kundalini yoga. Cuando Carlos levantaba las manos, la remera le llegaba por debajo de las costillas y, a pesar de que era flaco y alto, casi un gigante, le sobresalía la panza redonda. Lucía se desternillaba de la risa al ver la panza de Carlos. A todos nos causaba gracia. Después, era tirarse en el piso y respirar, o caminar en círculos a diferentes velocidades.

La del taller literario nos daba textos para leer. Su diminuta estatura me hacía recordar a Taka. Así descubrí a George Jackson y sus Cartas de Prisión. Creo que la profesora intuía que nuestra situación era parecida a la del negro.  Yo sabía que varios No-seres leían a Jackson para reclamar sus derechos, pero nunca lo había leído.

Y un día, en el taller literario te escribí en papel por primera vez. Me dije voy a escribir como si fuera ficción los mensajes que te envió telepáticamente, porque otra cosa no se me ocurría. La profesora de literatura me felicitó. Al otro día apareció con una novela, Más que humano, de un tal Sturgeon y me dijo que lo que yo estaba escribiendo se parecía a eso y que siguiera escribiendo esos relatos y con ese enfoque. Pero nunca te hice llegar lo que escribí. Como te dije, la mente no estaba para conexiones espaciotemporales en ese lugar de vibraciones demoníacas. A lo sumo el demonio podía ponerse en contacto con el fumador social para recordarle: sos Satanás. Así que puedo decir que conocí al verdadero príncipe de las tinieblas o por lo menos a su confidente.

Y entonces un día pasó lo inesperado. Estaba en el comedor en el horario destinado a la merienda, tomando mate cocido y comiendo la ración diaria de cuatro galletitas dulces sabor chocolate, cuando irrumpió en el piso un civil armado. Apuntó al enfermero, que estaba trayéndole las las pastillas al tano, y lo hizo volar por los aires con su escopeta. Luego apuntó al tano y lo voló del mapa de un disparo. Apuntó a la mujer de cincuenta años y ella trató de salir corriendo hacia la terraza, pero no hubo caso; cayó en su escape desenfrenado. Me apuntó a mí y luego cambió de blanco para borrar de la tierra al ex drag queen. Pero de repente el No-ser, el adolescente que no hablaba ni se movía y que tenía la mirada perdida todo el tiempo, reaccionó. Abrió la boca y proyectó un fragmento del primer Golem, de Weneger editado con otro fragmento del Gabinete del Doctor Caligari. El hombre se encegueció y soltó la escopeta. El ex drag queen se levantó, tomó el arma y vació el último disparo en la cabeza del atacante. Luego dijo:

Me imaginé que era mi madre.

El No-ser volvió a sentarse, estaba agotado por la proyección bucal. Cerró la boca, se terminó Caligari, y ya sentado, entró en silencio e inmovilidad otra vez.

Estos tipos de ataques se repiten en mi actualidad en este tipo de instituciones. Cada tanto un ser humano ataca a los discapacitados porque los ven como seres inútiles que causan trastornos y gastos en la sociedad. En Julio de 2016, en tu época, en Japón un hombre acuchilló a 19 discapacitados e hirió a otros 25 en las afueras de Tokio. No le dieron importancia a la noticia y apenas se habló del tema. Pero en la historia moderna, sería una de las primeras matanzas que se harían más frecuentes con el paso del tiempo.

La baja del tano, de la mujer de cincuenta, que pertenecía al Club de los Fumadores, nos afectó.

Pero creo que no tanto como el día que programaron una película del extinto Al Pacino. Yo sabía que esa película estaba basada en una novela de Philip Roth que se llamaba Humillación. Sabía cómo terminaba la historia y que no era una buena idea programarla en el Hospital de Día. Traté de decirlo pero no hubo caso. Así que la maestra con depresión y todos los demás tuvieron que ver cómo Al Pacino se termina suicidando en la película. No era el mejor film para emitir en un lugar como ése. La inoperancia de las autoridades del lugar era tan visible. Pero a uno no le daban ganas de matarse mientras estaba en el Hospital de Día. Cuando uno está en agujero lo único que piensa es salir. Dejé de ver una mujer con la que salía, me costaba la vida social, pensaba: ahora soy un paciente que está en un hospital de día y mientras esté ahí no puedo ver a nadie.

De más está decir que, luego que ayudara a reducir al asesino, el No-ser fue separado del grupo y uno de mis compañeros, el Inspector Rolando, lo redujo y lo llevó a Impresoras Rivera para su estudio.

Se asombró de que yo estuviera ahí y me dijo que no era un lugar seguro, que todos me estaban esperando en el trabajo y que tenía muchos casos por atender. Los No-seres se estaban organizando, Taka estaba reclutando a varios para su causa, ahora dirigida por un No-ser peronista (sí, todavía existe el peronismo en nuestro tiempo, aunque no lo creas) Paradójicamente este No-ser es una especie de gorila, un simio con colmillos, que se hace llamar directamente Kong. Yo soy Von Kong, pero mi oponente usa mi apellido como nombre artístico, cosas de la vida.

A veces, Adrián, extraño a mis compañeros del Hospital. Con Lucía quedamos que una vez nos juntaríamos a tomar mate pero nunca lo hicimos.

Afuera, en la fachada de la institución había una pintada, un escrache, que decía: Hay curas que matan.

Sé que están en peligro. No son peores que la gente que anda en la calle, puteándose en el auto, empujándose, no son peores que las viejas que maltratan a los demás en las filas del supermercado o de los bancos, aunque ya casi no hay filas para nada, y las únicas que quedan son las que hace la gente en situación de calle para recibir una ración de comida.

Pero a veces extraño a la querida Lucía, al ex drag queen, a las charlas de los viernes, los días que jugábamos a hacer radio con un micrófono antiguo.

El ex drag queen es ahora una celebridad, luego de matar al terrorista de discapacitados, fue interrogado, declarado inocente en defensa propia y logró montar la obra Matar a mamá. Es todo un éxito. Admito que no me animé a verla.

Ahora estoy todo en armas otra vez, Adrián, como diría Rilke. Tengo que neutralizar a mis queridos No-seres, una tarea bien normal, como verás.

Te saluda con afecto,

Von Kong.

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