Padre

Abuela, desde su sillón, al lado de la pantalla solar, todos los viernes nos cuenta una historia. En el piso un ovillo de lana violeta, al lado uno amarillo, los dos trepan hasta su panza, donde reposa un atrapasueños. Aunque decir panza para mi abuela no. Es muy flaca ella y la remera se pega a sus músculos.  El último viernes nos contó la historia de los Desmodus. Una compañera de la Policía se la había contado. La voz de mi abuela no es como la de las demás abuelas. Es un poco grave. Ella usa una peluca que la convierte en una mujer trigueña. Pero mi abuela no es una mujer. Ya cuando era policía no era una mujer pero le gustaba transformarse, como ella dice.

Nos dice, si yo pude hacerlo, convertirme en lo que yo quería, ustedes pueden lograr todo lo que se propongan. Solamente tienen que desearlo mucho. A veces dice su verdadero nombre, que no es Amalia, sino Alfonso, y lo remarca con la voz más grave, para asustarnos. Dice: Soy Alfonso y les voy a pegar. Pero mi abuela no es Alfonso. Aunque ese nombre figure en su partida de nacimiento.

La historia que nos contó hoy es la de una niña que espera a su padre, arañando la puerta, como un gato. Lo espera sentada en el piso frente a la puerta. Escucha los pasos desde que pisa el primer peldaño de la escalera porque tiene los sentidos muy desarrollados. Y cuando abre la puerta, la niña, que está con un camisón sucio, se hace a un lado. Ni bien el padre entra se franelea contra sus piernas. Y lo sigue hasta la mesita donde el padre deja su billetera, el reloj, el encendedor. Luego se saca los zapatos. Al hombre le gusta desprenderse de lo que trae de la calle. Así que queda en camisa y en pantalón negro. Según mi abuela, es un hombre muy flaco, pero es hermoso. Sus facciones están medio chupadas pero es porque se la pasa todo el día de aquí para allá cazando sus presas.

Ignora a su hija, que lo sigue por toda la casa. Aunque tiene facciones afiladas, sus mejillas están hinchadas. Al pasar por la pieza mi abuela dijo que ve a una mujer de piel color dulce de leche, con la cara chupada, los pelos pegados al cráneo que es más hueso que otra cosa. Las manos a los costados, fuera de la colcha, con las uñas largas como un bebé recién nacido. Yo no sabía que los bebés nacen con las uñas largas. Pero mi abuela dice que sí, que por eso les ponen esos guantecitos para que no se arañen.

La mujer está medio muerta pero el hombre no se inmuta. Primero va al baño y después entra al dormitorio, se sienta en la cama al lado de la mujer y la mira. Apenas respira. Tiene pelos en la nariz, aunque es joven. Acerca su cara a la de la mujer. De repente expulsa un poco de aire, la mujer, abre su boca. El hombre acerca la suya como para besarla y la mujer abre más grande. Entonces el hombre hace lo que dice mi abuela que es regurgitar. Escupe lo que tenía en su boca en la de la mujer. Sangre. La mujer absorbe hasta la última gota. El hombre se limpia la boca con un papel de cocina. La mujer inhala, su panza se hincha, mi abuela dice que para respirar bien la panza debe hincharse, y exhala, para respirar bien también la panza debe aplanarse al dejar salir el aire. Y entonces la mujer queda como una muerta otra vez. Mi hermana le preguntó si tenía cáncer pero la abuela me dijo que los Desmodus no padecen ese tipo de enfermedades.  ¿Qué son los Desmodus abuela?, le pregunté. Para eso vas a tener que esperar que esta historia termine de empezar, me dijo. ¿Termine de empezar? Sí, afirma ella. La mujer, antes de seguir durmiendo, le dice al hombre Gracias, papá. ¿Cómo es su voz abuela?, le preguntó mi hermanita. Su voz es como la de cualquier mujer, le contesta. Pero apenas puede hablar porque está débil, susurra, nena.

La niña mientras tanto estaba esperando en la puerta que su padre terminara de atender a la mujer, su hermana. Lo sigue hasta la mesa de la sala de estar. Le tira de la manga de la camisa. El padre la aparta, pero ella le clava las uñas en las piernas. Entonces el padre le agarra con brusquedad la mandíbula y la niña abre la boca. El padre deja caer la sangre en las fauces de la niña, que cierra los ojos como deleitándose y termina de rodillas, satisfecha.  Pero así y todo vuelve a tirarle de la camisa al padre, que le dice ¡Basta!, como si fuera un animal. La niña camina hasta la otra punta de la habitación, cerca de la puerta de entrada, donde tiene una carpita, se mete como si fuera un boyscout de departamento, la abrocha, y se ovilla para dormir. Y entonces golpean la puerta. El hombre ya había escuchado pasos, pero se queda mirando la puerta con su mirada acerada.

Es un policía que le da una patada a la puerta, la hace salir de sus goznes y entra con la pistola en alto. En la habitación no hay nadie. El policía observa todos los detalles lo más rápido que puede y después se dirige a la carpita, que está cerrada, claro. Va a encontrar a la nena, Abu, dijo mi hermana. Pero no, el policía desabrocha la carpita pero adentro no hay nada ni nadie.

Se mete en el dormitorio. Tampoco hay nadie. El colchón está como vencido por un peso liviano. El policía pasa la mano por las sábanas. Escucha como un gorjeo de pájaro procedente de otro lugar. Así que se levanta, entra al baño, vacío. Duda ante la puerta de otra habitación contigua, que está cerrada. El ruido proviene de ahí. Está cerrada con llave pero el policía pone una tarjeta y logra hacerla abrir, esta vez sin violentarla, como hacía ella dijo mi abuela.

En la habitación hay un cura que está amarrado con sogas a una silla, con la boca precintada. Ése era el ruido, provenía de la garganta taponada de ese hombre de camisa celeste abotonada hasta el cuello. Parece querer advertirle algo al policía porque mueve su cabeza con frenesí. El policía, asustado, se da vuelta, pero no hay nada ni nadie.

Entonces mira a un espejo que está a su derecha, en la pared del fondo de la habitación. Y ahí sí, está el hombre flaco del principio con la hija colgándole del cuello, con las piernas incrustadas en sus costillas, y la otra hija, la de la cama, a cuestas. Parecen una sola persona pero son tres, con los ojos llameantes, las fauces abiertas como serpientes que le pisan la cola, dijo mi abuela, la piel lívida, los colmillos manchados de sangre. Como si fuera un monstruo de tres cabezas. Y lo peor de todo, están muy cerca del policía.

Que mira hacia todos lados, pero no hay nada ni nadie. Quita la cinta de embalaje de la boca del cura. Y el hombre llega a decir: ¡Son invisibles, Desmodus!. Pero la cabeza del hombre comienza a ser comida como una manzana. El policía sale corriendo de la habitación y se dirige directo a la puerta de salida, logra llegar y va a traspasarla cuando cae redondo al piso. ¿Qué le pasó?, preguntó mi hermanita.

La cabeza, dijo mi abuela, está casi a cinco metros de él en el piso. Se la rebanaron ni bien salió de la habitación donde estaba el cura, pero el hombre siguió avanzando como una gallina descogotada. Y ahora que los sentidos del hombre están apagados, muertos, podemos ver otra cosa, dice mi abuela.

Arrodillada frente a él está la niña que le arranca de un mordisquito parte de una oreja, luego prueba la otra, y después le mastica la mejilla. Es una cabeza nada más, dijo mi abuela, así que el hombre ya no sufre. Aunque a los Desmodus eso los tiene sin cuidado.

¿Y cómo es la voz de la nena?, preguntó mi hermanita.

Mi abuela dice que la voz era como la de Alfonso. Y se convierte en Alfonso y nos habla con ese vozarrón que nos da un poco de miedo. Salimos corriendo.

Es la voz que le escuchamos una vez que se nos escapó Grateful, nuestro perrito, en la plaza, parecía que iba a cruzar la calle muy transitada por autos, y mi abuela lo llamó con un grito que lo detuvo casi en el cordón.

A. G. F.

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