Abrió la puerta de su oficina, fue a buscar la llave para fichar en el aparato electrónico del piso inferior, apoyó su pulgar, gracias dijo con acento español la voz de una mujer, subió otra vez y encendió las luces. Se encaminó hacia la esquina de la habitación donde estaba el perchero, al lado de un fichero, pero no estaba. Recorrió la oficina buscándolo, ella que tenía puesto una chaqueta de piel sintética con relleno de plumas. Con la chaqueta doblada en su brazo, examinó todos los rincones sin encontrar al perchero negro. Ofuscada, decidió llamar al capataz, instalado en la oficina de la vuelta. Lo odiaba. La respuesta del hombre fue tajante, no sabía ni le interesaba saber qué había sido del perchero. Que preguntara a las empleadas de limpieza. Volvió a bajar por las escaleras al piso inferior, encontró a la peruana, Carmen, y le preguntó. No tenía idea del destino del objeto. A primera hora, era la única persona en ese piso. Con paso rápido, cada vez más enojada, se dirigió a las escaleras y bajó al subsuelo, lleno de oficinas vacías, cuyo usufructo todavía era incierto. En oscuras, recorrió el largo pasillo hacia el final. La puerta que da la calle, de dos hojas, protegida por la persiana metálica. En ninguna de las oficinas divididas por paneles de madera estaba lo que buscaba. Ya frente a la puerta de salida, con la poca luz que entraba de la calle en ese día lluvioso, se preguntó qué hacía en ese lugar.
Llevaba trabajando ocho años en el área de prestaciones médicas. Respondía emails y declaraciones juradas de gente desesperada porque la obra social no cubría un tratamiento de fertilización, tratamiento dentales complicados o medicación para enfermedades poco frecuentes. No tenía novio, hacía cuatro años se había separado y apenas había conocido a tres hombres. Para ella fue imposible engancharse con dos. El que más le gustaba tenía un hijo y su separación, más las disputas legales con su esposa, lo había llevado a una profunda depresión. El tipo perdió el interés enseguida. Se seguían mandando mensajes pero no se habían encontrado nunca más.
En esa penumbra, observó la puerta y se acordó. Ahí, en la vereda, en ese edificio, había muerto un hombre. Estaba guareciéndose de la lluvia torrencial. La marquesina del edificio se vino abajo, con una losa, el aire acondicionado y todo, y nada. Desapareció bajo veinte toneladas de cemento. El edificio había sido clausurado por un tiempo. Después de las inspecciones y certificaciones, volvió a contener a sus empleados. Se imaginó al tipo ahí, esperando que la lluvia pare. Con la chaqueta en sus brazos, sintió un escalofrío que le recorría la piel y un malestar en el estómago. Detrás de ella, la oscuridad se espesó, arribó una corriente de aire helada que le acarició brazos y hombros a través del vestido. Se dio vuelta y enfrentó el pasillo grisáceo. Esa mañana, había despertado de un sueño en que levitaba. Cada tanto volaba en los sueños, frente a sus padres.
Volvió sobre sus pasos y subió la escalera, un poco acalorada y con la respiración jadeante, hay que dejar de fumar. Entró a su oficina y acomodó su chaqueta a lo largo y ancho de uno de los escritorios vacíos. Se sentó en una silla incómoda y sacudió el mouse. La computadora le pidió su clave. Rellenó el campo.
Adrián Fares