Cuando la sombra gigante llega, Lucía despega el dedo índice del vidrio y retrocede. Gira la cabeza para ofrecerle a él, cruzado de brazos, una sonrisa temerosa. Una empleada la agarra de la mano y se la lleva a recorrer el parque.
Ahora Guillermo está sólo con Juana, la sombra. Piensa que en unas horas tiene que dejar a Lucía en la casa de su ex esposa. Nunca en la vida se le había ocurrido que una serie de situaciones desafortunadas iban a terminar en la separación. El golpe del sinsentido, de la suma de hechos que deshacen algo, era como recibir una piedra en la cabeza. ¿De dónde había caído? Produce la nada por un tiempo largo. Y la nada pesa.
Era como si la anduviera arrastrando por toda la ciudad. Nada por aquí. Nada por allá. La nada en sus ojos. La nada reflejada en los ojos de los demás. Reconocemos tu nada. Otra cosa era detenerse y ponerse a juntar los pedazos del derrumbe. Se volaban. Algunos se los alcanzaban, pero él sabía que no eran los suyos. Pertenecían a otra destrucción.
Lo único real que Guillermo veía, además de la lucha con su nada, era esa orca, maciza y resbalosa. Siempre había extraído de su trabajo las fuerzas para aguantar este tipo de contienda. Observar a estos animales que en la antigüedad eran, probablemente, los seres fabulosos de otras culturas extintas: sirenas, krakenes, leviatanes. Conversar con ellos en su idioma oculto. ¡Qué privilegio! Ser invitado, con todo pago, al castillo del rey Ryujin. Pocos pueden tolerar que otros tengan una profesión tan maravillosa, pensaba Guillermo.
Tenía que descubrir por qué ese animal, cuyo ojo pétreo lo observaba embutido en un cuerpo suspendido como por hilos transparentes desde la superficie, había matado a una entrenadora.
Había ido a la casa de los padres de la joven fallecida. Averiguó que era soltera, sin hijos, egresada de varias carreras, que incluían las artes circenses, los arreglos florales, la cerámica, fotografía, la administración hotelera y el turismo, y finalmente la escuela de entrenamiento de mamíferos marinos. Había nacido ciega de un ojo. Su madre dijo que siempre la trataron como si tuviera los dos sanos. Hacía diez años que la chica no tenía novio, para su hija habían terminado de común acuerdo, pero él se había alejado. Era un buen muchacho, fueron las últimas palabras de la madre, antes de largarse a llorar.
En estos momentos donde los derechos y las necesidades físicas y psicológicas de los animales se defienden en las redes sociales más que las de los seres humanos, a Guillermo le sorprendía que las medidas reglamentarias del tanque que contenía al animal no se hubieran respetado. Era la única explicación posible, mensurable. Eso, y el detalle de que un entrenador anterior la había sobre exigido. No la premiaba por las piruetas simples y demandaba que hiciera saltos imposibles.
El gerente del parque le había asegurado que los tiempos del entrenamiento del animal habían sido respetados. Juana sobresalía en inteligencia. Habían comprobado que su memoria era superior a la de otras orcas encerradas en parques marinos. En los atardeceres era un placer verla jugar con los perros. En su tanque flotaban varias pelotas pero ella le lanzaba a cada uno la misma. Al dogo, la roja; al mestizo, la azul; a Cande, la ovejera, la naranja. También era sinéstata, si un entrenador le mostraba un número, el animal se sumergía para tocar en el piso del piletón una lámina de un determinado color. Por ejemplo: 7-naranja, 10-azul, 3 verde.
Ahora él, como perito psicológico de animales en cautiverio, debía decidir si la sacrificarían. Siente que le tiran de la manga de la remera, se da vuelta y descubre a su hija.
–¿Dónde está?
–En la otra punta de la pileta… la vez…ahí… al final del pasillo…
Lucía sale corriendo por el pasillo gris para ir a encontrarse con Juana. Aparece una terapeuta holística, una de las precursoras en el uso de esta práctica para la terapia con animales. Lo saluda y camina hasta el fondo del pasillo, hasta situarse al lado de su hija, a la que da un beso. La alza y la deja a la altura de la flotante Juana. Lucía grita, no se sabe si de alegría o de terror. Con los compases de la La belle Hélène de Offenbach inundando el parque desde los parlantes del subsuelo, la profesora posa las palmas de sus manos sobre el vidrio, como si estuviera empujando un camión, pero sin esfuerzo.
Al minuto, la orca se aleja del vidrio, pega un salto en la mitad del tanque, que deja entrar un rayo de sol al romper el agua, y luego nada velozmente hacia Guillermo, que pensaba en la madre de Lucía, y ahora no puede creer que le hubieran encargado juzgar a ese animal.
Lucía lo llama. Guillermo camina por el pasillo hasta la otra punta del mirador del tanque. La bestia negra vuelve para dejarse imponer las manos de la terapeuta. Su hija sale corriendo, y estirando los brazos, posa las palmas de sus manos contra el vidrio como si fuera una ventosa. Pega una mejilla. Cierra y aprieta los ojos.
Adrián Fares