El reloj

La ambulancia estaba estacionada en diagonal. Las puertas traseras, abiertas de par en par, me impedían ver del otro lado. Bajé a la calle. Un enfermero estaba anotando algo en una libreta, tal vez nombre y demás datos personales del paciente que me miraba con los ojos entrecerrados, rizos blancos y barba, las manos superpuestas descansaban en su abdomen, los dedos entrelazados como dispuesto a repetir un viaje rutinario. Intentaba desprenderme de la situación cuando el segundo enfermero cerró una de las puertas y el primero, levantando la mirada de la libreta, me pidió que lo acompañara al señor en la ambulancia porque no tenía familiares.

Me imaginé en el departamento armando dos o tres cigarrillos, o cortando una barra de chocolate o tostando maníes. Según la ansiedad, casi seguro, haciendo las tres cosas a la vez. Esos tres actos me dejarían, de alguna manera, en las puertas del sueño y de otro día de oficina. También me imaginé escribiendo.

Ya viajaba rumbo al hospital Alemán con el viejo que giraba con esfuerzo la cabeza para mirarme a los ojos. Pensé que escribir era lo mismo que programar. No hay ninguna diferencia, me decía mientras el medicamento que tomaba regularmente a las ocho de la noche me arrastraba a un jardín mental que nunca terminaba de recorrer, era como estar sentado en un sillón frente a un cuadro, o mejor dicho un póster grande de un paisaje idílico y saber que se lo puede descolgar de la pared o despegar, pero es imposible encontrar los bordes para empezar a hacerlo. Así es, codificar, testear, depurar pensamientos, y situaciones, porqué no, para hacerlos correr en nuestra realidad era escribir, me repetí para no perder la idea.

El viejo era un relojero, por eso su vista estaba tan cansada, pensó que se iba a quedar ciego, pero no: parecía que un ataque al corazón o uno de pánico, no lo tenía bien claro, se lo iba a llevar, aunque enseguida afirmó que no se iba a morir.

Para no morirse empezó a contarme una anécdota de su vida.

Había tomado de ayudante a un joven desaliñado, le había enseñado el oficio, primero se limitó a darle palmadas en la espalda, eso lo reconfortaba al chico, decía y me apoyó su mano en la rodilla. Más adelante, lo aconsejó sobre sus estudios –el joven estudiaba electrónica– y sus primeros amores. Hasta que una chica empezó a venir a buscar a su empleado a la salida del trabajo. Martín enlazaba sus brazos alrededor de la cintura de la chica, ella se ponía en puntas de pies y se besaban.

Después, porque lo consideraba irresponsable y sin futuro, tal vez por culpa del trabajo insignificante en la relojería, decía el viejo, Martín había perdido a la chica.

En este momento del relato la ambulancia pasó por la plaza Libertad, la luz de un farol le dio un tinte rojizo a la cara del viejo, que ahora no parecía tan viejo, y luego dobló por Cerrito.

Martín había seguido trabajando, ahora silencioso e inseguro, atendía a la gente desganado, con los auriculares colgando del cuello. Sin embargo, en un lugar donde cientos de mecanismos oscilaban con precisión, Martín logró mantenerse firme.

Había aprendido a arreglar relojes digitales. El viejo hasta le había prestado el sótano para que ensayara con su banda. Al terminar la facultad, el chico le había dicho que se iba: estaba muy agradecido por todo lo que hizo por él.

Hacía poco, después de años sin ver a Martín, había levantado la vista de una diminuta rueda dentada que estaba tratando de encajar en un reloj antiguo para descubrir sentada en el bar de enfrente a la ex novia. Aparentaba estar comiendo algo pero cada tanto miraba hacia la puerta de la relojería.

En ese momento del relato el viejo cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Su pecho no se movía. Intenté tomarle el pulso, pero sus manos pesaban demasiado como para levantarlas. Al principio pensé que me pondría nervioso, pero enseguida me sentí relajado, y supe que no era por el medicamento. Al rato el viejo despegó los labios y dijo que el día que vio a la chica había decidido poner a la venta su local.

Me levanté y miré por las ventanas traseras de la ambulancia.

Otra vez dejaba atrás la plaza Libertad para doblar en Cerrito. Volví a sentarme. Presentí que estaba atrapado en un mecanismo y que la noche sería larga y perfecta.

El viejo comenzó a hablar de su maestro, de su padre, de cómo le había enseñado el trabajo, pero como también lo había confinado a la relojería de por vida, y mientras la ambulancia volvía a pasar por los mismos lugares, me enteré que se sentía responsable por Martín, que había callado, que podía haber dicho algo que le hubiera cambiado la vida al chico o que hiciera que todo siguiera como antes, que todo estuviera bien, y la ex novia de Martín no fuera ex y lo fuera a buscar como solía hacerlo y él sostuviera esa mueca en las comisuras de los labios, una sonrisa pacífica, como si la chica fuera suya, de un viejo y no de Martín.

Pero no, había callado lo que sabía, se lamentó. No quiso advertirle a Martín lo que iba a suceder. Porque con una mirada a todos los relojes, incluso a los que daban la hora de otros países lejanos, el descubrió que la chica venía cada vez más tarde, y que ya no despegaba los talones del piso a la misma hora, el mismo minuto, el mismo segundo de antes.

Y admitió que cuando recordaba eso se le daba por morirse, y aparecía la ambulancia, hasta que él estuviera satisfecho y sintiera que ya no extrañaba las vueltas de las agujas de sus relojes, él que ahora no tenía ninguno.

Tal era el poder del deseo, me enseñó.

Y me enseñó también, mientras cruzábamos la misma plaza, que todos los problemas del ser humano vienen de no saber comunicarse.

No comunicarse bien y no saber expresarse en el momento justo. No saber hablar, no saber decir.

Cuando falla eso, falla todo.

Y después no hay manera de arreglarlo.

 

Adrián Gastón Fares

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