Retiro espiritual

Como en todos los colegios, a veces se organizaban excursiones. Algunas eran los afamados retiros espirituales. Aburridísimos la mayoría. Pero no todos. Ese día los bajaron del micro que había salido de Lanús y los metieron en un lugar bastante particular en San Vicente. Al final de un jardín sin límites precisos, más parecido a un bosque, donde estaban enterradas las hermanas que habían vivido en esa congregación, se veía la iglesia. Glande estaba fascinado con la tranquilidad de los árboles y de las lápidas cubiertas de hojas. Intuía posibles presencias por todos lados y trataba que su grupo se mantuviera cerca. Pero jugaron al futbol, chicas y chicos. Partido mixto.

Después tenían una especie de clase. Los llevaron a un saloncito. Se esparcieron entre los asientos y un seminarista los saludó. La catequista les pidió que se callaran y escucharan con atención. En un ángulo de la sala, la estatua de un santo pedía respeto.

El tipo era elocuente como pocos en su materia (Glande ya conocía a unos cuantos). Decía haber visitado muchos países. Enseguida orientó la charla a lo que quería. Les contó que la presencia del maligno era inminente en el mundo actual. No cabía duda. En una iglesia, allá en Milán, había visto cómo un poseso se sacó de encima a veinte tipos que lo maniataban. Glande tenía como mucho quince años. Escuchaba con los ojos muy abiertos y trataba de concentrarse. Afuera de la habitación donde el seminarista hablaba, cruzando un patio de baldosas, estaba la hermosa iglesia, oscura. Era invierno y a las cinco de la tarde la noche empezó a caer. Mientras, en la habitación con las persianas bajas, el seminarista hablaba del maligno, con la tácita aprobación de los preceptores y catequistas del colegio privado al que iba Glande. Después de explicar cómo habían caído los ángeles del cielo y nombrar a los que habían tenido esa terrible suerte, se acercó a un grabador ubicado en el centro de las dos filas de asientos que separaban a los alumnos.

La cinta empezó a rodar hacia atrás. En un momento de la grabación la voz gutural repetía varias veces el nombre del maligno.  Glande apenas podía escucharlo, pero por la cara de sus compañeros, y la emoción de todos, se había invocado al mismísimo Satanás.  Pensó que el santo, que medía más o menos dos metros, iba a bajar del pedestal y romper el grabador. La idea lo asustaba más que esa voz de gárgara. Hacía frío y el miedo era palpable, aunque estaba también la maravillosa sensación de estar viviendo algo nuevo. Todavía no se sabía dónde podía terminar una tarde en la que se descubre al Demonio en el medio de una congregación de monjas. Encima la mayoría estaban muertas.  En el bosquecito, al lado de algunas de las lápidas, había urnas con cenizas. Un compañero había abierto una de las tapas. Las cenizas volaron. Estaban en condiciones de dar la lucha definitiva. La conciencia de Robert despertaba y flotaba. El seminarista los midió a todos con su mirada. Tocó una perilla del grabador y les preguntó si reconocían la canción.

Es la hora.

Es la hora.

Estaban serios, ni siquiera los compañeros más jodones de Glande abrían la boca.  Glande sabía, por su vecina evangélica, que los duendes azules que veía en los dibujitos cuando era algo más chico eran peligrosos. Una boludes. Los evangelistas estaban tan locos como para andar de puerta en puerta molestando a la gente a las ocho de la mañana los fines de semana. Quién les iba a creer. Esto era otra cosa. En el colegio te enseñaban matemáticas, te instruían cívicamente,  te hacían comprar la tabla de elementos y aprendértela de memoria. Conocías a Descartes. A Rousseau. El profesor de literatura les daba partes enteras de la Odisea y la Ilíada para memorizar. Si no sacabas, antes de la hora y media que duraba el examen, quién había matado a Menestio y en qué canto sucedía, no aprobabas.  Simple. Era tarde y la charla se había extendido más de la cuenta. Algunos padres estaban llamando al colegio para ver por qué no habían vuelto los alumnos.

Brinca, Brinca.

Palma, Palma.

En esos dos versos estaba escondida la invocación, señaló, furioso, el futuro cura.

Y  saltando sin parar.

Escucharon toda la canción, ya aflojando un poco los dientes apretados, algunos hasta moviendo los pies, y después rezaron unas oraciones purificadoras. Antes de terminar la charla, el seminarista habló del bien. Les pidió a los chicos que escribieran en un papel un mensaje para la Virgen que estaba en la iglesia cruzando el patio. Un deseo. Repartieron papelitos y Robert hizo un dibujo que para él significaba que, a pesar de que pasara el tiempo, no perdería a la chica que le gustaba. Inusual. Ni la tenía. Ya era medio paranoico, así que decidió hacer un dibujo en vez de escribir simplemente lo que quería, una especie de símbolo de la paz, pero más hermético, no fuera cosa que al seminarista se le ocurriera leer los mensajes y le contara a medio mundo. El suyo estaba cifrado. Tomá. Ya lo habían engañado una vez cuando era más chico. Con eso bastaba.

Cruzaron el patio en la oscuridad. Cada uno con su mensaje a la Virgen y un cagazo sin adiestrar.

A. F.

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