No sabía por qué se le había dado por usar lentes de contacto. Antes en el colectivo enfocaba la vista en el borde de los anteojos. Después se los bajaba un poco y el mundo se borroneaba. Así se iba…
Desde ese día en adelante, y si pasaba la prueba (increíblemente estaba nervioso aunque el asunto era una pavada), usaría lentes de contacto. Buscaba desentenderse un poco del aire de intelectual afectado y del peso constante en su mal proporcionada nariz.
Sí sabía que esa era una mala decisión, Glande digo, un objeto extraño en el cuerpo, él que apenas se aguantaba a sí mismo, y sin embargo, apretaba el paso al bajar del colectivo que lo dejó en una calle por Banfield. Estaba llena de árboles sombríos con ramas largas cuyas hojas barrían el adoquinado. Pero, dejemos que nuestro querido Glande nos cuente lo que le pasa al avanzar entre los árboles y pararse frente a la lustrosa óptica:
“Me atiende un tipo moreno, bajito y con anteojos sobre ojos achinados (¿por qué no usa él esas prótesis que me va a vender?). Parece simpático. Al costado del mostrador hay unos asientos adelante de un espejo que cubre toda la pared. “Receta”, dice mientras me señala uno de los asientos. Revisa la receta, revuelve unas cajas sobre una repisa y saca unos estuches de plástico. Mete un dedo y lo alza con una fina baba pegada. Auténticos lentes de contacto descartables. “Ni se notan”, dice y agrega que debo tener paciencia con el asunto. Paso número uno; abrir grande los ojos; dos, mirar fijo adelante; tres, nunca pestañar. El último era el más importante. Se acerca y me dice que abra grande. Traté de hacerlo, pero el tipo clava sus dedos en mis ojos. Listo. “Pestañea ahora…, así…, muy bien”. Me echa unas gotitas. “Seguí pestañando”. “Ahora el otro”. Se acerca y hunde su dedo en mi ojo izquierdo. Se me caen los mocos y el tipo me alcanza un pañuelo. Me deja un rato solo y vuelve. Se sienta y me dice cabeceando complaciente: “Acordate que es un objeto extraño en tu ojo”. Mientras tanto mis lagrimales no dejan de chorrear y siento como si tuviera espinitas clavadas en los ojos; miro con cariño a mis anteojos sobre la mesita.
Me pregunta cómo los siento. Le digo la verdad. Dice que tenga paciencia. Empezamos con el tablero de letras luminoso. Veía todo borroso, el ojo debía haber quedado estropeado. “Por ahí el lente se llevó una pestaña”. Yo no contesto, sonrío un poco por mi idea de remplazar mis anteojos por esta degeneración técnica. El tipo se me queda mirando fijo y sonríe. Veo toda borroneada su sonrisa y también cómo deja la habitación. Escucho una risa histérica, rara, algo así como la de una mujer en un hombre. Tirito. Vuelve sonriendo, pasándose su mano por la boca, parece que evita que se le caiga la baba. Cierro los ojos y me los froto. El ardor se va, sí, así está mejor. Vuelvo a abrirlos. Otra vez ese sufrimiento, acompañado de otro mayor; tener que ver esa sonrisa desmesurada. El hombre se acerca, me agarra del brazo. Yo avanzo, casi ciego. El hombre se para al lado de la puerta.
“Ahora vamos a hacer una prueba; tomate diez minutos, conocé el barrio, fijáte si te adaptas; eso sí, no des muchas vueltas, no sea cosa que te pierdas.”
Voy a contestarle, pero el ojo arde tanto y tengo la boca tan llena de saliva que prefiero callarme; iba a salir un gangoseo lastimoso.
Camino, camino y camino, siempre a paso rápido por calles arboladas. Así pasan dos minutos. Me doy cuenta que debo volver; como en todo, tiendo a los extremos, si camino lo hago mucho y si no estoy parado.
Decido dejar de dar vueltas y me detengo en una esquina. Descubro la puerta de una casa de velatorios. Hay poca gente ahí, algunas mujeres y una nena que me mira fijo. Los lentes de contacto hacen que la nena parezca sacada de una pintura impresionista; se acerca y la miro. Se pone a llorar, tan destrozados debían estar mis ojos. Me desentiendo de la nena y miro hacia la puerta. Quedan cinco minutos. ¿Por qué no?
En el fondo una cortina púrpura casi logra ocultar la pared comida por la humedad. El cajón está solo, perpendicular a la cortina. Nunca vi un cajón tan hermoso, de madera negra y fino trabajo de orfebrería en las manijas. Mis lentes sí que están sirviendo, ya los ojos no arden tanto.
Es tan lindo el ataúd que no puedo evitar avanzar, deleitarme con esa flor de madera. Ya puedo ver las facciones que me esperan; son las de una hermosa mujer, de pelo negro rizado y largo y cachetes afilados
Lentamente una mano se posa en mi espalda. Ahí hay un pibe como yo, no tan pibe, ojos totalmente rojos, perdidos; una mirada triste y vidriosa. Sonríe. Mira el ataúd. Dice:
-Pobre Nora, no aguantó más.
Se acerca a la muerta y me señala el cuello. Una línea recta rosada indicaba lo que había pasado.
-¡Qué valiente!- Es lo único que se me ocurre al descubrir el brillo en la mirada del pibe no tan pibe.
Dejo a Nora y al pibe y salgo para volver a la óptica; los lentes habían vuelto a arder y quería que me los sacaran cuanto antes.
Estoy en la puerta; el negocio está cerrado y mi amigo el contactólogo no sale. Cinco minutos más en la puerta son suficientes. Golpeo en proporción a mi ardor. Nada.
El del velorio pasa (huele mal, muy mal, era él en el velorio y no la muerta) y me sonríe. Me quedo mirando cómo se aleja, su silueta fina y el traje negro, su andar rápido, atolondrado; todo eso captados por mis lentes muy bien. ¡Las babosas funcionan re bien! ¡Qué suerte! ¡Una cosa menos para hacer!
Veo cómo el pibe se aleja. Sus ropas están deshilachadas, estropeadas y de un color ocre lavado, como si las hubiera usado por mucho tiempo y el sol las hubiera quemado. Toco el timbre otra vez… Nada. Alguien me está tirando de la camisa. ¡A ver!
La nena del velorio es la que tira de la camisa, y al cansarse me pellizca el culo. Ahora me mira seria ahí parada.
-¿Qué querés?
-Nadie va a salir.
-¿Y vos cómo sabes?
Y yo siguiéndole el juego a una pibita. Sabe porque el tipo siempre hace lo mismo. Voy a preguntarle si es familiar del contactólogo pero veo que mira hacia la esquina y sus ojos están turbios, sus párpados temblando ante su posible llanto.
Le sigo la mirada y descubro a un tipo parado en una esquina, apoyado contra un paredón blanco. Debe mediar los treinta y viste tan mal como el pibe. Miro a la nena y veo que su vestido azul está tan lavado que parece el cielo. Descubro uñas sucias y dientes amarillos.
Ahora veo. Ahora me doy cuenta.
Vuelvo a tocar el timbre. Miro el interior silencioso y espero que aparezca la figura bajita. Nada. El lente empieza a volver a arder, aunque veo perfecto, tal vez demasiado, pero arde mucho. Siento como si tuviera un avión atrás de cada párpado o una ballena nadando en mis lagrimales. Es desesperante. Vuelvo a tocar. Desespero. ¡Por Dios! ¡Cómo no había visto el cartelito que dice cerrado! Veo mis ojos en el reflejo del vidrio de la puerta, los nervios rojos, chillando por respirar libres de esa basura pegajosa. Trato de sacarme los lentes; imposible, están adosados a mis globos oculares, tanto que si no fuera por el ardor diría que no tengo nada.
Miro a un costado y descubro a la nena; está parada a dos casas de distancia y me mira con una sonrisa triste. Hace seña con la mano para que me acerque. Camino hasta ella y me agarra de la mano. Siento su palma suave y me dejo llevar. Andamos por varias cuadras. Veo pasar a varios adolescentes meditabundos; algunos miran el piso, otros el cielo con fijeza, como si quisieran desentrañar alguna historia en las nubes. Me doy cuenta que veo perfecto. La nena me lleva de la mano y veo tan bien, hasta diría que demasiado. Ahora doy pasos demasiado cortos y no llego al piso. Andar inseguro… Bajo mejor las escaleras de un boliche estando en pedo que así, es raro. ¿Veo bien o veo peor que antes? Miro a la nena y su cara está demasiado cerca, quiero tocarla y no está ahí. De repente la veo como al principio, cerca de mis caderas, en el lugar que su altura la dejaba. Insiste en llevarme con una sonrisa triste no sé adónde.
Ahora pasa una chica, es hermosa, su cara resplandece de tan linda que es. Saluda a la nena. ¡Pero tiene los ojos enrojecidos! Son dos bolitas rojas, surcadas por riachos blanquecinos. ¡Qué lo parió! “La próxima soy yo”, le dice a la nena mientras revuelve una bolsita y saca un veneno para ratas. Después sonríe, la loca.
A ver si encima piensan que me quiero aprovechar de la nena. Lo que me faltaba. La nena me muestra la entrada a la cochería y entra corriendo. La sigo. Qué oscuridad. Ahora hasta veía perfectamente la oscuridad, recortada más adelante por la lámpara que iluminaba el cajón. La nena me hace seña de que me acerque. ¿Estará loca también…? Bien no está… Veo cómo acaricia los entrelazados dedos finos. Camina hasta la cabecera del ataúd y acerca su mano a los párpados de la muerta. Doy un paso mecánico, para tratar de impedir que se acerque más. Ahí están los ojos abiertos de la chica mirándome sin verme.
-Mirá-dice la nena y comienza a tocar la córnea.
Algo comienza a moverse. Veo la babosa adherida contra el ojo. La nena hace dos movimientos y la saca. Después hace lo mismo con el lente de contacto del otro ojo.
Yo miro sin entender, pero fascinado; otra vez estoy viendo demasiado y llego a discernir la humedad de los lentes sobre los dedos de la nena, que está hablando, susurrando algo. Le digo que no entendí:
-Que solamente cuando están acá se los podemos sacar. Oscar no salió porque él pone los lentes pero nunca se pueden sacar. Ni siquiera los míos. Pero yo me la banco.
Vi que los ojos de la nena brillaban.
-¿Quién te dijo eso?
-Dicen que cuando sea más grande no los voy a aguantar.
Alguien avanza en la oscuridad.
-¿Otro, María?
El pibe sonríe. Lleva una bolsa transparente, que tiene algunas cositas brillantes en el fondo. La abre. La nena avanza hasta la bolsa y deja caer los lentes adentro. Los dos se van.
Camino hasta la óptica y golpeo varias veces. Nada. Entonces me canso y busco la parada del colectivo. La vista me fluctúa; veo a un árbol como gigante y a mi lado y después lejos. Miro al piso y voy a dar un paso. Casi me caigo. Me quedé corto con la pisada y no alcancé el pavimento. Suerte que alcanzo la parada.
Ahora estoy desconsolado porque caí al piso. Me levanto, mientras veo que desde la esquina me miran unos cuantos. Ahí está la nena, el pibe no tan pibe con la bolsita, el tipo que estaba apoyado en una esquina y la chica que me había cruzado cuando iba con la nena. Todos me miran seriamente. Las miradas así impacientan a cualquiera.
Todos desvaídos. Olvidados. Dirijo una última mirada a la óptica. Nada. Sólo existen estas personas que se congregan para mirarme, nadie más.
Deje mis pensamientos coherentes al escuchar el ruido de un motor, era el colectivo y desesperé por llegar a la parada. Sin embargo, sigo acá; levanté la mano cuando estuvo cerca pero no fue más que un truco de mis lentes que me devolvieron el aumento real recién cuando el colectivero señalaba que la parada estaba más atrás.
La gente sigue mirándome. ¡Si por lo menos se rieran…!
Espero al próximo colectivo. Las caras no se ven muy agradables. ¡Que se vayan! “
***
Desenlace:
Glande perdió tantos colectivos como pasaron y encontró imposible el regreso a su casa. Diez años después sigue paseando por el barrio al que llegó cierto día. De vez en cuando, visita el velatorio y ayuda a María, la nenita, a juntar los lentes.
A. F.
quiero comprar lentesa de contacto pero se ven como los de sol y no dejan ver nada de lo blanco del ojo asi como se ven las personas que son poseidas y el ojo se ve todo negro intenso y brilla como los ojos de los extraterrestres si me pudieran ayudar a comprar unos se los agradesco,
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