El Sabañon XI. Papelito
Camino mientras me doy cuenta que el que se asomó por las escaleras pudo ser el Doble, pero ¿qué importa? Menos ahora que tengo que pasar a máquina los garabatos que llevo en el bolsillo y que debo entregar a las dos y media sin falta a Amadeo –en el entierro sonó el celular y me gritó dos o tres veces que necesitaba urgente las historias.
Por las calles veo a muchas mujeres, hay tantas y a veces se parecen todas a ella. La creo ver en una esquina, esperando que cambie el semáforo, cruzar en otra, mirar una vidriera en Callao y Corrientes, detenerse porque rompió el taco en el San Salvador, ir de la mano de un hombre por Tucumán.
Más tarde le explico la historia a Amadeo, le cuento los trucos del argumento, le pregunto si le gusta o no. Más tarde todavía, cerca de las ocho, me encuentro con el Polaco en un bar.
Dice que Ema va a una premiere, que sabe porque la encontró en el laburo, que si estoy interesado la encuentro en Puerto Madero.
El Polaco siempre tiene algún problema; siempre hace lo mismo, de alguna manera se las arregla para ofender a los demás y en vez de criticarse a sí mismo larga frases como a mí sólo me pasan estas cosas. Me habla de una amiga que lo odia porque les fue a decir a los padres de la chica que la cuidaran, que frecuentaba malas compañías –eso es lo que para el Polaco son las demás personas que no son él. Ya me lo imagino contándole a todo el mundo lo loco que estoy con toda esta historia de Ema y los mensajes.
Lo dejo al Pola. Meriendo en algún lugar, camino un poco y a la hora señalada estoy cerca de los cines de Puerto Madero. Es de noche y las luces están tristes y frías, se estiran en el reflejo del agua y yo con ellas, como queriéndome alejar del lugar, desgastado por el destino que me lleva y trae de la mano. Pero al mirar a un costado, mientras estoy acodado en una baranda como en esas películas románticas, noto que Ema está acodada cerca. Nos miramos. Me reconoce tal vez por primera vez y en su mirada hay algo de interés, de vigilia trastocada por la intimidad de la noche que parece susurrarle al oído que se acerque, que yo la quiero. Y extasiado por la situación lanzo mi mano al bolsillo; ya tengo el mensaje y voy a avanzar…
Pero una chica de lentes gruesos llama su nombre y Ema, mirándome una vez más, se va tras el llamado. El mensaje se me vuela de las manos y lo persigo hasta que otra mano lo baraja en el aire. Levanto la cabeza para encontrarme con las miradas seguras de Marte y el Doble.
Marte, que también puede ser el Doble, a veces no se sabe, me pregunta si leí sobre Emma o. Le contesto que sí, que algo sé, pero que igual se explique.
En la religión budista Emma o es el rey de los infiernos. Marte levanta las manos y dobla dos dedos; dice que hay ocho infiernos mayores, y señalando con el dedo índice derecho el dedo medio de la izquierda asegura que si sigo molestando ese va a ser mi infierno, y que iban a tener que rezar mucho por mi alma para que fuera liberada.
Ahora dice que no escuche pavadas, que solamente está acá para decirme que tenga cuidado porque el papel se suele echar a perder con el agua. Y tras esto hace un bollito con mi mensaje y antes que yo pueda impedirlo lo arroja al río.
Me doy vuelta; Marte y el Doble ya no están. El mensaje flota en el agua, junto a un forro. Veo que Ema espera en la puerta, dubitativa de entrar, casi esperándome. Y yo sin el mensaje. La amiga de Ema, la extra que estaba en la filmación en Pompeya, la llama –seguro que la conferencia de prensa con que presentarán la película está por empezar.
Cuando la amiga me ve, noto que sonríe para adentro, pero el trabajo es trabajo y se la lleva a Ema. Yo corro hasta un coche del que baja una vieja con tapado de piel y, desesperado, le pregunto si por una de esas no tiene un hilo. La mujer me mira como cualquiera me miraría y dice que sólo dental.
Le doy las gracias –de todas formas la dejo contenta, con algo interesante para contar–, rompo un encendedor y, envidia McGyver, armo un anzuelo diez puntos que ya está bajando rumbo al mensaje, que todavía hundiéndose parece querer aferrarse del feliz profiláctico (¡¿qué raza de gigantes saldrán de los espermatozoides que navegan en las indignas aguas del Río de la Plata?!)
Rompiendo el ecosistema, rescato el mensaje junto con el profiláctico y le doy cinco pesos a un pibe de los que limpian parabrisas para que haga la tarea de pasar por agua limpia el mensaje y separarlo de su pegajoso compañero. El pibe, quince años como mucho, dice que sabe dónde yo la pasaría bien, guiñándome un ojo como si pervertidos faltarán, y me habla de un puterío que va como a trompadas
Le doy las gracias y avanzo, secando al papelito a soplidos, por el camino de los cines.