VIII. Destinos Crueles

El Sabañon VIII. Destinos crueles

De los destinos crueles, debo confesar que no me gusta lo que le pasó a muchos escritores, estos tipos que tuvieron que escribir sobre una mujer que jamás alcanzaron. Las mujeres están y nacen para amarlas y no para construirlas a gusto y llorarlas a lo Petrarca –¡qué Sabañón hipócrita que soy–; toda nuestra extraviada suerte, todos los hechos desgraciados o venturosos que nos ocurrieron en nuestra vida, ¿a quién le importa todo eso?.

Solveig Amudsen, Magda, Beatriz Viterbo, la Maga, son algunos de los falsos nombres de las mujeres perdidas, yo no quiero que Ema se convierta en otro de estos símbolos, no quiero escribir un guión o cualquier cosa donde la figura de la mujer se esconda y aparezca para purgar circunstancias adversas.

Por otro lado, cualquier escritura tiene un fin práctico, y es que nos deja aprender; un texto es siempre de alguna manera una experiencia. Lo que nos susurra el escritor detrás del símbolo, alguno más que otro, es una advertencia.

En determinados textos está más claro este afán pedagógico; en los de Darwin, por ejemplo, entendemos que al tipo no le caían muy bien las mujeres, decía que a ellas todo le daba lo mismo, que las actitudes de la infancia en los dos sexos son análogas a la que desarrolla el femenino en toda su vida, que el masculino luego supera. Creía que en el momento de elegir pareja, una mujer no elige el que más le gusta, sino el que menos le disgusta. Lo último me parece que –no por culpa de las mujeres, sino de las convenciones– muchas veces ocurre; que el hombre sea más evolucionado que la mujer no me convence: el hombre tarda más en darse cuenta que tiene pies (Henry Miller, entre otros, decía que el sexo femenino es de la tierra mientras que el masculino está perdido definitivamente en las alturas etéreas; demasiado simple, ¿no?, y hay que tener cuidado con los aviones: a mí ya me despanzurraron varias veces)

Yo no sé…, es obvio que Ema me ignora y nunca dará un paso hacia mí, pero alcanzarla no debe ser imposible. Y en todo caso, la ley del embudo, tan difundida entre los despechados y envidiosos, es real. Si no hago nada, algún gil ocupará mi lugar.

Hace un rato, en una de las calles del barrio Pompeya, donde reconstruyen el siglo diecinueve para una película, me crucé otra vez con ella. Esta vez no vi ni al Estornudo, ni a Marte ni al Doble (el azar los habrá dejado fuera) Sí estaba el Chiquito, otro no puede ser ese tipo que llevaba una banqueta para mirar por encima de los técnicos. Lo echaron dos veces porque enrollaba con la banqueta el cable del micrófono y las dos veces volvió a entrar. El Chiquito es un desahuciado, se nota que no busca ningún amor sino entregar el mensaje. Acomoda la baqueta en línea recta a Ema, que hace de vendedora ambulante, y se queda ahí parado.

Ahora aparece otra vez; otra calle, otra escena con Ema, pero esta vez mientras ella vende pastelitos tiene que pasar la pareja protagonista de la película –es la historia de amor de un prócer– y el tipo del micrófono los va a seguir. Veo que el Chiquito está muy excitado, acomoda la banqueta, se sube y se mantiene en dudoso equilibrio apoyando sus manos en los hombros de uno de los técnicos. ¡Acción!

Los protagonistas avanzan, el que tiene el micrófono le hace una seña desesperada a uno que aguanta un cable. Éste mira igual al camarógrafo. La cámara llega a Ema. Veo que del micrófono cuelga un papelito amarillento, peor que el que llevo en el bolsillo. Ema lo mira, sin entender nada. El del micrófono sacude la caña y el papelito se desprende. El Chiquito agarra la banqueta, desbarata a media docena de técnicos y ataja el papelito en su ondulante pero segura caída. Dos tipos lo corren hasta que sale por el vallado; tropieza y pierde papelito y banqueta, los recupera, y sigue corriendo y maldiciendo hasta doblar en una esquina.

Yo ya decidí no entregarle por ahora el mensaje a Ema; hay ciertas cosas del día que no me gustaron, tienen que ver con la situación patética del Chiquito; no me convence darle el mensaje y hablarle de algo más importante todavía en un día que pasó algo así. Tampoco me gusta el sol, la manera en que los rayos caen y parece nublado aunque no lo esté. Ni la pinta de figurita de libro escolar de mi vieja que tiene la calle así retocada; todo me sugiere hastío.

Hoy no es un buen día para entregar nada. Lo único sospechoso es cómo me mira la compañera de Ema, la otra extra que hace de vendedora ambulante. Creo que sabe algo, que intuye mis intenciones o se da cuenta de lo que me pasa. Su mirada no es atrevida, ni hay enigma alguno, sólo comprensión.

No es raro que la única mirada cómplice que tuve en todo esto, que el único guiñar de ojos amigo, provenga de una mujer. Su cara reflejó mi indecisión; la hizo suya y supongo que va a contársela a Ema.

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