VII. Marte

El Sabañón VII. Marte

Leo Rosten, escritor norteamericano, dijo una vez sobre el actor W. C. Fields: Todos los hombres que odian a los perros y a los nenes no pueden ser malos. Fields expresaba su retorcida personalidad a través de sus gruñones personajes. Fue Micawber en la adaptación de David Copperfield. A mí me hubiera gustado que fuera otro personaje de Dickens; el contradictorio Grimwig, el tipo que resaltaba su escepticismo ante las personas con una graciosa amenaza: ¡Si vuelve a esta casa me comeré la cabeza! Grimwig siempre amenaza con comerse la cabeza; sin embargo, todo lo que no quiere creer, su razón ajustada a la realidad, nos demuestra poco a poco que es el más sensible de todos, el que entorna los párpados ante los tirones de manga de este mundo. Y lo más importante: Grimwig es escéptico, pero cuando la realidad supera su escepticismo, entonces se pone muy contento. Lo que me lleva a don Miguel de Unamuno, que expresa en su libro más conocido su incomprensión ante el ateísmo. Unamuno piensa que es común que las personas no crean en Dios, pero aberrante que no les gustara que Dios existiese.
Yo hoy no sé qué pensar. Sigo mirando al Estornudo y algo me tiembla, algo que no debería temblar, pero tenemos una confirmación clara; no somos lo únicos. El Estornudo quiere que mire otra vez por la vidriera del bar; me muestra su reloj de pulsera. La ola adolescente se dispersa y une, hay algo caótico que asegura la inminencia de un suceso. El que el Estornudo llamó Marte se abalanza sobre la salida. El que llamó Doble no deja de mirar hacia el bar, creo que no nos ve detrás del cristal, pero deber estar ahí para vigilar. Los adolescentes se agitan, vemos que hay gente que sale de la productora; Marte trata de rodear a los adolescentes, que impiden que los que van saliendo puedan llegar a la calle. El Estornudo me señala un taxi que está estacionado en la vereda de la productora. Marte se da vuelta, lo ve y se acerca como puede, dando codazos a los adolescentes, hasta el coche, que arranca y lo deja ahí mirando, no tan abatido porque lo intuyo acostumbrado.

Para todos Ema desapareció otra vez. El Doble deja de mirar hacia donde estamos, hacia donde cree que estamos (¿y si supiera que tiene razón?) Siento la mano del Estornudo en mi espalda, deja plata sobre la mesa y avanzamos hasta la puerta. Veo que Marte y el Doble también se van, miran con mala cara a los adolescentes, como si ese grupo estuviera interesado en su insulto.
El Estornudo me cuenta, mientras tratamos de no resbalar en las húmedas baldosas, mientras sorteamos deshechos soretes, que Marte fue el único hombre que alguna vez pudo hablarle a Ema. Que ese día que lo tiró de un segundo piso en una conferencia de prensa, Ema era la que acomodaba el micrófono y que cuando el Chiquito lo fue a visitar al hospital (no quiero preguntar quién es el Chiquito; algún otro mensajero, me lo imagino; no todos habrán visto el programa esta noche), le dijo que lo vio junto a ella y que Ema le sonreía a Marte. El Estornudo lloró toda la noche.
No hay explicaciones de la victoria de Marte para el Estornudo; el barbudo debe ser algún elegido o es un enviado del que nos metió en esto. Chiquito, según el Estornudo, cree, como él, que es un simple mensajero que un día tuvo suerte.
Entonces me acuerdo del mensajero atropellado frente a la Piedad. De sus manos crispadas, que querían alcanzar algo pero no podían. Le cuento al Estornudo lo que debería haberle contado antes; el hombre saca un pañuelo, asiente; es posible, dice, que Marte rondara aquella noche la Piedad. Pero también que no, sabe de muchos mensajeros que murieron en extrañas circunstancias.
Antes de separarnos, el Estornudo dice que si todavía puedo, trate de abandonar cualquier búsqueda, que tal vez es mejor estar en casa tranquilo, mirando la tele a medianoche, en vez de fatigar las calles buscando a una persona tan difícil de encontrar. Le digo que está bien, que estoy entendiendo que la vida es mucho más difícil cuando tenemos algo que perder, pero también mucho más linda.

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