El Sabañón I. The Wild Party
Dos de la mañana pleno invierno en la puerta del cine. La película fue The Wild Party, en una retrospectiva de James Ivory, basada en el escándalo Arbuckle y camino hacia el departamento recordando la historia. El actor cómico Arbuckle, cara de bebé, había trabajado con Chaplin y formó parte de la compañía de Mack Sennet; como productor contrató a un desconocido llamado Buster Keaton. En una noche, en el Hotel San Francisco, lo perdió todo.
Sometió a una actriz llamada (qué lo parió) Virginia Rappe y la violó con una botella de no me acuerdo qué cosa; la mujer, novia de uno de los directores que laburaban para la productora de Arbuckle, terminó con la vejiga rota, poco después murió y el gordo fue acusado de homicidio casual.
Absuelto, de ahí en más trabajó con seudónimo, William B. Goodrich fue el que usó para filmar varias películas, hasta que quiso volver a actuar y viajó a Europa pero volvió y murió poco después. Dicen que el escándalo dio pié para que se redactara el código Hays, tan confundidos estaban los norteamericanos con Hollywood.
“¡Sabañón!”, llama Oscar desde la puerta del Politeama; presenta a su novia y quiere que los acompañe a tomar algo a un bar, dice que no sea gil, que la noche está en pañales y otras cosas así. Pero mañana tengo que escribir la sinopsis de una historia para una productora independiente que quiere cosas de vampiros o algo erótico (seguro que la novia de Oscar no va a ser una inspiración). Elvira quiere saber por qué me dicen Sabañón, basta que me saque los guantes para dejarla satisfecha y susurrando a Oscar vaya a saber qué cosas mientras me alejo.
Sigo por Paraná, paso por la salida del San Martín, por fin despejada de bailarines y personas que miran, verdaderos actores, como si todo fuera algo interesante. Fumo el último del paquete.
Cruzo hacia la Piedad, ahora enjaulada y solitaria de mendigos. En el medio de la calle hay un hombre tirado en el piso que alarga las manos hacia los santos de las columnas y me llama. Susurran mi nombre (pero es la imaginación a esa hora tan tramposa) y confirmo que no es más que la necesidad de otro cigarrillo.
Ahí estoy frente al moribundo, porque está lastimado seriamente y dice que lo pisó un coche. La calle está vacía, y más que un taxi a lo lejos no hay rastro de tráfico. Me entrega un papel, seguramente una carta, que con el tembleque del tipo parece más arrugada todavía, y ahora qué hago, es extraño estar en el medio de la calle con alguien que muere y no sea una película o una cámara oculta, pero el tipo expira sin últimas palabras y ahí ya no hay nada; camino sin mirar atrás hasta el edificio.
En el sillón desdoblo el papel; en el margen, una palabra: Anatkh. Con escalofrío recuerdo que quiere decir fatalidad y que es la misma que desencadena la escritura de Nuestra Señora de París. Doy vuelta el papel y lo acerco al velador para ver la escritura garbosa.
Mi nombre es Luis Ortiz, escribano, y necesito que esta carta llegue
a la señorita Ema Gutiérrez, que trabaja de extra en algunas series y películas.
Los hechos que me llevaron a la escritura de este manuscrito son indescriptibles. Quien lo reciba debe entregárselo a Ema lo antes posible y sin dudar. Mis deseos de suerte, L. O.
Y cómo es posible que tras esa carta haya otra, casi pegada pero de otro papel un poco más fino y sin renglones, más manoseada y antigua. Mi nombre es Alberto Anthony, director de cine, y necesito que esta carta… Iguales palabras, la misma mujer, lo que cambia es el remitente
Voy hasta el espejo, vuelvo, me siento, trago una sonrisa y dejo la habitación. Frente a la Piedad ya no hay rastros del cuerpo; sí un poco de sangre en el piso. Lejos, en el pasaje, brilla un farolito. ¿Buscaré a Ema algún día?
Escribo, sigo los párrafos que terminan en el sueño, cierro los ojos con la esperanza de que el mundo no sea más que una cosa.